57

908 116 3
                                    

Cuando miré por el ojo de la puerta de mi departamento, pensé que, la mujer casada ahí afuera había venido sabiendo que yo no le iba a quitar las manos de encima, pero al abrir la puerta que una niña pequeña entró a mi departamento me detuve en seco.

Te miré a Isabela con el ceño fruncido, después miré a la niña, quien después de entrar y observar mi departamento lleno de cajas, porque no había terminado de organizar las cosas después de mudarme, se volteó a mirarme.

Yo no te saludé, sino que me arrodillé frente a la niña, para observarle. Tenía mis ojos, mi cabello, mi nariz, y mis labios. Todo lo demás era más como tú, el color canela de la piel...

Le dije hola en un susurro y la niña no me respondió.

—No sabe hablar. —Escuché tu voz.

—¿Puedo darte un abrazo? —Le pregunté a la pequeña. Ella frunció el ceño, pero yo la abracé entre mis brazos, ella tan pequeña y mis brazos tan grandes.

—¿Cómo se llama?

Respiraste profundo, suavemente dijiste—: Mely, yo te dije.

Solté a la niña, aunque no quería, para darme cuenta que estabas llorando.

—Quiero hablar contigo —susurraste.

—Quédate aquí pequeña. —Senté a Mely en el mueble.

Te llevé a la cocina.

Me abrazaste enseguida, no sé si llorabas, no sé qué hacías.

—Soy tan cruel.

Si, lo eres, no te dije, no me importaba si eras cruel.

—Creo que me odias y si me odias está bien porque yo también me odio tanto, tanto.

Yo estaba sin palabras, con la respiración abandonando mis pulmones y después volviendo de golpe. Yo no sabía si te había perdonado, pero ya no dolía como antes.

—No quería atarte a mí para siempre con una bebé. Yo no quería obligarte a quererme.

Respiré profundo para canalizar la rabia que sentía, porque, ¿cuántas veces Isabela?, ¿cuántas veces te dije que te amaba?

No lo suficiente, al parecer.

En la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora