Epílogo

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"Quien con monstruos lucha, tiene que tener cuide de convertirse a su vez en un monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti". -Friedich Nietzche.

Katherine

- Cinco, cuatro, tres, dos, uno... -Contaba en mi mente. - Luces fuera. -Dije, a la vez que se apagaban las luces del lugar. -... Cinco, cuatro, tres, dos uno. -Seguí contando. - Abre la puerta. -Expresé, a la vez que, efectivamente, se abría la puerta. - ¿Por qué sus pasos se notan más suaves esta vez? - Cuestioné en un hilo de voz mientras el temblor de mi cuerpo provocaba que la que alguna vez había sido una voz potente y con carácter, se estremeciera y se desvaneciera en la oscuridad. - Cinco, cuatro, tres, dos, uno. -Seguí contando.

        Dicen que la vida es el infierno mismo, aquel lugar tenebroso en el que los seres son castigados por la eternidad por los perjurios, malos actos, y pecados cometidos en su vida anterior. Una lágrima rodó de forma juguetona por mi mejilla, hasta llegar a mi mentón y caer al suelo, explotando y fragmentándose en miles de partículas por el piso. El primer golpe siempre dolía más, porque era el menos esperado. No sabía por qué estaba pagando, realmente no tenía ni idea de qué habría hecho como para merecer tal castigo, tan humillante y desgarrador.

- Cinco, cuatro, tres, dos, uno. -Conté, justo antes de recibir otro golpe, el cual me hizo recordar a mi hermana, o al menos, los pequeños fragmentos de recuerdo que tengo sobre ella. Cada golpe, cada tortura, me hacía perder cada vez más en mi mente los recuerdos de aquellas personas que alguna vez fueron importantes para mí, por lo que me aferraba fuertemente a los  pocos que me quedaban para no perderlos.

     Mi golpiza diaria había acabado; pese a no saber si en la noche, la mañana o la tarde era que recibía mi castigo, si sabía con seguridad que 24 horas más tarde volvía para continuar con mi martirio sin darme siquiera la posibilidad de sanar mis heridas anteriores; aunque en realidad tras unos cuantos golpes mi pensamiento apático se transformaba en uno feliz, un pensamiento que moría tras una golpiza de mi secuestrador, pero la realidad era otra: caía cual saco de boxeo, con un sentimiento de impotencia y una cortada respiración, deseando que éste fuese mi último día en el infierno. Pero aquel de pasos fuertes y de voz casi muda no era tonto, sabía a dónde darle para que queme como el infierno, pero para que nunca llegase a arder.

- Cinco, cuatro, tres, dos, uno. -Volví a contar. - Luces dentro. -Expresé, justo antes de volver la iluminación aquel lugar.

     Ahora podía ver la habitación en la que me encontraba desde hacía ya muchísimo tiempo. No tenía mucho en ella, aunque si lo suficiente como para no morir: Un inodoro y un lavabo con un grifo, funcional para beber agua y utilizarla para limpiar mis heridas e higienizarme. Una cama, una silla y un closet con dos camisetas de hombre y un bóxer, que debía lavar en aquel lavabo después de cada uso ya que eran las únicas prendas que poseía. También tenía un par de mantas por si hacía frío y, por último, una puerta de metal, cerrada con candado y con un código que jamás en lo que quedase de mi existencia podré descubrir. Nada punzante, nada que queme, nada que pudiese permitirme acabar con mi vida.

     Contaba con comida cada tres días, aunque administraba mis platos para conseguir comer un poco a diario y así no tener nunca hambre, pues la sensación de vacío en el estómago me resultaba peor que la sensación de vacío que sentía en mi corazón. Ese ser tan despiadado y sin una pizca de compasión o empatía por el dolor ajeno me hacía sentir repudio hacia él y hacia el mundo que dejó nacer a alguien tan apático a las emociones humanas. Ese ser al cual nunca llegué a conocer antes de aquel día en la que fui llevaba de mi casa, de mi vida, perdiendo mi alma. Esa persona la cual repetía una monótona frase cada vez que me quedaba destrozada en el piso, sin un ápice de fuerza para levantarme.

- Cinco, cuatro, tres, dos, uno. - Contaba en mi mente.

- Tranquila princesa, ya llegué. - Respondía él.

En la Sombra de los SoldadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora