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Aitana lleva siete días encerrada en casa. Una semana y ya no puede más. Al igual que todo el país entero, confinado en casa.

Pero sabe que lo está haciendo bien. Que todo saldrá bien. Que volverá a salir a la calle una vez el virus no sea mortal. Y que quedándose en casa está ayudando a que no se propague y que la gente que trabaja lo haga sin tanto peligro.

Es sincera y sabe que tiene miedo. Tiene miedo porque está sola en Madrid en un piso demasiado grande para ella. Tiene miedo porque sus padres están demasiado lejos, concretamente a más de seiscientos kilómetros. Tiene miedo por su abuelo y su abuela, porque ellos son los más vulnerables y quiere que estén bien. Todo saldrá bien.

Ha cancelado los últimos conciertos que había concretado en algunas salas pequeñas de esta gran ciudad donde hace un año se mudó para conseguir su sueño de vivir de la música. Incluso, ha tenido que tachar de su agenda los horarios que había marcado para tocar en aquella esquina por donde pasa tanta gente y huele a chocolate. Aquel olor que proviene de una pequeña cafetería donde tenía previsto ir a desayunar esta mañana con la única amiga que ha hecho de verdad entre estas calles, y que han tenido que eliminar. Y para que mentir, la echa de menos.

Las paredes de casa le empiezan a caer encima y ella sólo quiere respirar aire.

Revisa el Twitter por tercera vez en cinco minutos, y ve otra vez un vídeo de un chico tocando el piano fuera el balcón. Hay otro de una famosa cantante que hace un pequeño concierto con su repertorio. ¿Y no era ella la que quería alcanzar su sueño? ¿No habría salido a la calle si este maldito virus le hubiera dejado? ¿Y a que espera para sacar el piano y su voz y animar a los vecinos que como ella están cansados ​​de ver cómo pasan las horas?

Y sin pensarlo demasiado deja el móvil, del cual lleva demasiados días sin despegarse, aparta la guitarra que todavía no ha aprendido a tocar y que lleva meses acumulando polvo, y mueve el piano hasta fuera el balcón.

Desde allí puede ver unos cuantos vecinos. Los hay que leen, muchos limpian, hay alguno que hace yoga y otros más pequeños que se distraen jugando. Incluso hay dos vecinas que toman el sol y otro que pinta. Pero hay uno que fuma, y ​​este uno no ha despegado sus ojos de ella desde que ha abierto la puerta de madera de su pequeño balcón.


Aire entre los dosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora