Sobre el plato, El Hunter dejó caer dos huevos fritos, de gallina; los recogimos ese día. Le echa una pizca de sal. Pocas cosas se igualan a un huevo frito con gotas de sal para el desayuno. Hace algo de frío. Almorzamos en la plaza, cerca del fuego.
Las sombras y luces que proyecta el fuego sobre la cara del Hunter provocan cambios en su rostro: a veces parece alegre, otras, triste, otras serio, algunas, confiado.
Veo en sus facciones que el mundo tiene sentido, pero hay que descifrarlo, que leerlo en las luces de las hogueras como hacían los druidas antiguos en la naturaleza.
Tenemos que volver a comprender la naturaleza, a dialogar con ella para saber construir lo que nos queda del pasado.
Estamos abrigados, hace frío. Yo llevo unos tejanos amplios, desgastados por el uso y no por la moda (ya no hay moda en estos tiempos, solo coas que se usan porque se necesitan). Llevo camiseta interior y una camisa de pana, ceñida, marrón. También marrón claro es la cazadora Carhartt estilo aviador que llevo. El Hunter se ha cambiado de ropa. Le han dejado acceder a la despensa de materiales que tenemos. Al inicio de La Tribu, entramos en todas las tiendas de ropa y calzado e hicimos un inventario de las cosas que había, luego, las ordenamos todas en un almacén para ir disponiendo de ellas según fuéramos necesitándolas.
Para él escogió unos tejanos ceñidos, botas Camper altas. Camisa roja a cuadros y una especie de gabardina de invierno propia para la lluvia. Tiene pinta de abrigar bien. Además, le da un toque de hombre rural, aldeano y elegante que tanto me gusta. Aunque no sé si será cómodo para ir por el monte.
Volvemos a la casa. Tenemos un tiempo antes de la tarea del día. Dentro hace calor. El sopor dulce de la noche pasada aún se siente en las paredes. Sobre el sofá hay un libro que habla sobre constelaciones y mapas. En la chimenea aún están las ascuas de la noche anterior, apurando su última tos de calor. Las piedras hablan. Me siento en el sofá. El Hunter se va a la cocina, coge la garrafa de agua que rellenamos en la fuente y se sirve un vaso de agua.
-No me has dicho tu nombre, pero tampoco nada de tu vida anterior -le digo desde el salón, con un libro abierto en las manos. No sé cuál, no he mirado el título.
Entra en la salita con el vaso aún en la mano.
-Lo sé. Pero en verdad no sé por qué. Podría haberlo hecho desde un principio, no tengo reparos en ello.
Cruzo las piernas sobre el sofá. Dejo el libro sobre la mesita que hay a mi izquierda (y que toda mi vida he recordado siempre ahí), con una lámpara para la eternidad apagada (no hay luz eléctrica, y no sé si alguna vez alguno de nosotros (la humanidad) sabrá poner en marcha las centrales eléctricas, quizás sí).
-Empieza por el principio -le digo.
-No hay principio en los recuerdos, solo recuerdos -dice-. Quizás sí hay color, y mis recuerdos de antes de la pandemia los asociaría al color rojo y amarillo. Muy intensos, pero cálidos.
-Pues adelante.
-Vivía en la ciudad. En la misma de la que vengo. No éramos nada parecido a los Hunters en los que nos convertimos. Tenía dos hermanos mayores, nos peleábamos siempre. Ella tenía cuatro años más que yo y él tres. Yo era el pequeño y perdía todas las discusiones. Ahora los echo de menos. En verano nos íbamos de acampada con mis padres, por diferentes sitios, quizás por eso estoy tan a gusto aquí; en buena parte me recuerda al verano y a esos días donde era imposible estar triste con el olor a hierba húmeda por la mañana y a desayunos al aire libre; galletas, pan con mantequilla y azúcar, colacao, empanada y huevos fritos, algún pastel o, incluso, bollería cuando mamá nos quería dar un capricho. Eran esos días que parecían que nunca acabarían. Creía pensar que siempre la vida sería de esa manera. Que nadie envejecería y, pos supuesto, ni yo ni mis hermanos queríamos hacernos mayores. Ojalá pudiera retomar los días de paella en verano al lado de la piscina, de comer sin camiseta y beber cocacola sin necesidad. Echo en falta los refrescos. Ese sol de la infancia en verano. Hay muchas cosas que no son palpables y no eres consciente de ellas, pero están ahí para permanecer.
-¿Y tú padre y tú madre?
-En invierno mi padre trabajaba de abogado, apenas le veía. Sé que trabajaba mucho pero no cobraba tanto como se imagina que cobra un abogado, o eso creía yo, además nos daba casi de todo y eso menguaba el salario para muchas otras cosas. Nunca le vi que pidiese o necesitase algo. Mi madre era profesora y tenía paciencia. Aunque se ponía a mil cuando rompíamos algo o discutíamos, varias veces nos dio con el palo de la escoba. Era una grandísima madre, pero le teníamos mucho respeto. Solo nos dejaba jugar cuando habíamos hecho toda la tarea. ¡Fíjate!, ¿para qué me sirve ahora el haber estudiado tanto? Ojalá me hubieran enseñado a plantar, cultivar, cuidar el ganado, cazar, montar a caballo, estar en forma física... Esto sí que me serviría. Los de ciudad creen que la leche sale de los cartones, y punto. A la ciudad llegaban las cosas ya hechas. No teníamos que preocuparnos por nada. Existía una desconexión absoluta con el mundo rural. Teníamos conexión a internet, las cosas llegaban antes, buenas carreteras, mejores coches, los primeros productos, las primeras marcas, más dinero, pero estábamos por completo alejados del mundo. Sólo nos íbamos a la naturaleza a pasear. Ya e dirás tú, la naturaleza y pasear han sido cosas muy poco corrientes en la historia del mundo; la naturaleza es peligro, es exposición, es un lugar rodeado de animales y rocas que se pueden desprender y zonas por las que despeñarse. Y para los de ciudad era un parque temático. Disfrutábamos de un mejor café y de mejores infraestructuras, y estábamos más cerca de las estaciones de tren, con mejores comunicaciones, y aeropuerto. Y esa civilización solo es una construcción antinatural, el progreso mirando de espaldas a la naturaleza es un desvío del porqué estamos aquí. ¿Estoy siendo muy pesado?
-No, me encanta saber de ti. Lo que sientes, lo que eras, lo que opinas.
-Pues lo que te digo. En la ciudad estábamos adormilados. Creíamos que las chocolatinas salían de los quioscos y que la carne ya se producía envasada y en plástico. Los de ciudad éramos gilipollas, y no lo sabíamos. Solo la gente de aldea sabe salir adelante, sabe resistir, siempre, siempre, los únicos que saldrán adelante son los ciudadanos de aldea. No sé cómo nadie de entre los millones de habitantes de ciudad lo vio venir.
-Pues te cuento que la mayoría de los de pueblo nos queríamos ir a la ciudad, estábamos vaciando el pueblo antes de que esto pasara. Aquí no había futuro, y ha tenido que llegar una extinción para que solo aquí encontremos futuro. Solo en el pueblo, en las aldeas tengamos capacidad de resistencia.
-En la ciudad, los que resistimos, ya lo sabes, nos hicimos Hunters, porque los de ciudad no sabemos hacer nada de nada, solo podemos robar para comer a gente como vosotros. Fue la única salida, organizarnos como cazadores, si no, estaríamos muertos.
-Pero tú ya no lo eres.
Apoyó su cabeza en mi hombro buscando consuelo, o eso interpreté yo; lo normal es interpretar eso, ¿verdad? Nadie pensaría como hipótesis que lo que buscaba El Hunter era ganar tiempo mientras pensaba una respuesta y -acercando su cara a la mía- imposibilitar que yo vea su reacción instintiva.
-Tienes razón -me respondió.
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Solos en la eternidad: el mundo tras la pandemia.
AventuraTodas las personas de más de veinte años han muerto. Nadie sabe cómo ni por qué. Elisabeth vive en un pueblo abandonado de la sierra con su grupo de supervivientes. Intentan resistir en un mundo destrozado tras la pandemia.