Capítulo 11

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Mientras caminaba a su alcoba, Sebastián pensó en todo lo que le había dicho a su amigo. No sabia si había hecho bien o mal en confesárselo pero la verdad era que necesitaba desahogarse.

Todos se habían ido. La casa se encontraba en el más absoluto silencio. A esta hora los únicos que debían estar despiertos eran Martin, quien era su ayuda de cámara y quizá alguna doncella que pudiera auxiliar a su esposa con su vestuario. Su esposa. Había conseguido librarse de sus pensamientos lascivos durante su conversación con Michael pero ahora regresaban con mayor fuerza. Una renovada ansiedad lo inundó mientras apresuraba el paso.

Al entrar a su recamara no se sorprendió encontrarla vacía. Miró la puerta que conectaba su habitación con la de su esposa. Clavo los ojos en la condenada puerta por unos instantes hasta que un ruido al fondo de la habitación lo hizo volverse.

-Lo siento señor. No era mi intención asustarlo- dijo Martin, con toda formalidad. Se encontraba dentro del vestidor.

-No te preocupes Martin- hizo un gesto de la mano, restándole importancia al asunto.

-¿Gusta que lo ayude señor?- le preguntó con cortesía.

Era una pregunta que usualmente no necesitaba respuesta por parte de Sebastián. Casi siempre, cuando menos lo pensaba ya tenia a Martin a su lado, para ayudarle con su indumentaria. Pero todo era diferente en esta noche.

-No, Martin. No necesitaré ayuda esta noche- dijo, pensando que de su ropa se podía encargar su esposa. Sintió como un ramalazo de fuego le recorría la piel.

-De acuerdo señor- Martin hizo una breve inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta, abriéndola y cerrándola con rapidez al salir.

El marqués se giro de nuevo hacia la puerta, volviendo a fijar su vista en ella. Permaneció así por unos cuantos minutos que se le antojaron siglos. La idea de sostenerla cerca hacia que las manos le temblarán en anticipación de lo que la noche traería.

Pero con el amor y el deseo también se mezclaban dudas. No tenia por costumbre acostarse con mujeres que no lo quisieran en su cama. Diana le había pedido tiempo y él no se lo había concedido. Tenia que entrar a esa habitación y hacerle el amor como si estuviera cumpliendo un deber conyugal. Como si no fuera el acto más sagrado entre una mujer y un hombre que se amaban. La simple idea lo agotaba emocionalmente.

Se paseo por la habitación mientras se aflojaba la corbata  y se desabrochaba con trabajo los primeros botones de la camisa. Estaba nervioso, aunque no lo quisiera admitir.

-Al diablo- soltó en un siseo y se dirigió a la puerta.

Cuando intento mover la chapa, esta no cedió. Volvió a intentarlo. Nada. Movió la chapa furiosamente pero no cedió. Eso si que era inaudito. La rabia lo inundó de los pies a la cabeza.

-¡Diana!- gritó- ¡Abre la maldita puerta!- gritó aun más fuerte, golpeando la madera con la palma de la mano.

La única respuesta que recibió fue un silencio absoluto.

-¡Sé que estas ahí! ¡abre la puerta ahora mismo si no quieres que la tumbe!- la amenazó con furia.

-¡No pienso abrir así que inténtalo si te atreves!- le contestó su esposa desde el otro lado.

-¡No me provoques! ¡Abre de una buena vez!- gritó desaforadamente. Diana no dijo nada- ¡De acuerdo! ¡Tu así lo decidiste!

Comenzó a empujar contra la puerta con uno de los costados de su cuerpo. Cada vez que su hombro se estampaba contra la madera, un dolor lacerante le recorría el brazo pero no estaba dispuesto a rendirse, aunque todo el costado le quedará magullado por los constantes impactos.

La apuesta del marquésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora