Capítulo 02. THURMOND

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El día que me trasladaron a Thurmond era un día soleado, igualito a aquel sábado, cuando había saludado a la muerte por segunda vez. 

De haber estado en el interior de uno de los dos coches de mis padres, habría abierto la ventana y sacado la cabeza para que los rayos de sol chocaran con mi cara - adoraba el calor -, pero desgraciadamente no estaba en el coche de mis padres.

Tenía las manos atadas a la espalda y el autobús no tenía ventanas; y los hombres uniformados de negro nos habían ordenado sentarnos de cuatro en cuatro en los asientos. Apenas había espacio para respirar.

Posteriormente, rociarían con pintura negra las ventanas de los autobuses amarillos que utilizaban para transportar a los niños. Pero, por entonces, aún no se les había ocurrido.

Pasé las siete horas del trayecto pegada a la ventana. Creo que todos los niños que iban conmigo eran de Virginia, aunque era imposible saberlo con total seguridad ya que allí solo imperaba una regla: el silencio.

El autobús se desvió de la estrecha carretera por la que circulábamos para tomar un camino sin asfaltar e iniciar un pronunciado descenso. Las vibraciones despertaron a todo aquel que hubiera tenido la suerte o el agotamiento suficientes como para caer dormido. Y pusieron en acción a los uniformes negros.

Los hombres y mujeres enderezaron la espalda y dirigieron su atención hacia el parabrisas delantero.
Lo primero que vi fue la imponente alambrada. Empezaba a oscurecer y el cielo grisáceo proyectaba una deprimente sombra azulada sobre la escena, pero no sobre la valla, que emitía destellos plateados mientras el viento soplaba entre los huecos. Vi por la ventana docenas de mujeres y hombres uniformados, escoltando el autobús a paso ligero. Los soldados de las FEP que estaban en la garita de control se levantaron y saludaron al conductor cuando el autobús pasó por su lado.

El autobús se detuvo por fin y nos ordenaron que permaneciésemos sin movernos mientras la verja del campamento se deslizaba hasta cerrarse. En el silencio, los cerrojos retumbaron como un trueno al volver a unirse. No éramos el primer autobús que llegaba allí (el primero lo había hecho un año atrás). Ni tampoco íbamos a ser el último. Eso sería tres años más tarde, cuando el campamento alcanzara su máxima ocupación.

Hubo un único suspiro de desasosiego cuando un soldado que se protegía con un poncho negro de lluvia dio unos golpes a la puerta del autobús. El conductor extendió el brazo y tiró de la palanca y acabó con cualquier esperanza de que aquello pudiera ser una breve parada para hacer pipí. Era un hombre enorme, el típico que haría el papel de gigante malvado en una película, o de malo en unos dibujos animados.

El soldado de las FEP seguía con la capucha subida, escondiendo de este modo la cara y el pelo y cualquier otro rasgo que me permitiera reconocerlo después.

¬ Os pondréis de pie y saldréis del autobús de manera ordenada. ¬ vociferó. ¬ Os dividiréis en grupos de diez e iréis pasando para someteros a una prueba. No intentéis huir. No habléis. No hagáis nada que no se os haya pedido. El que no siga estas instrucciones será castigado.

Con once años de edad, era de las más pequeñas del autobús, aunque sin duda había niños incluso menores que yo. La mayoría tendría doce años, puede que trece.

 
El sentimiento de odio y desconfianza que abrasaba la mirada del soldado tal vez me llevara a encogerme de miedo, pero también sirvió para encender un sentimiento de rebeldía entre los mayores.

¬ ¡Qué te jodan! ¬ gritó alguien desde la parte trasera del autobús. Cuando me gire por la curiosidad, pude ver cómo el PSF que vociferaba al principio le clavaba la culata del rifle en el estómago al revolucionario.

El chaval en cuestión soltó un grito de dolor y sorpresa cuando la soldado repitió la acción, y entonces vi que escupía un poco de sangre al respirar con rabia. Era imposible eludir el ataque con las manos atadas a la espalda. Tenía que resignarse y recibirlo.

Empezaron a sacar a los niños del autobús, de cuatro en cuatro. Pero yo seguía mirando al chaval, que parecía empañar con su silenciosa y tóxica rabia la atmósfera que lo rodeaba. No sé si se dio cuenta de que estaba mirándolo o qué pasó, pero se volvió y nuestras miradas se encontraron.

Me dirigió un gesto de asentimiento, como para darme ánimos. Y cuando sonrió, lo hizo con la boca ensangrentada. Noté entonces que me arrancaban del asiento y, sin que me diera tiempo a percatarme de lo que ocurría, me encontré bajando los escalones del autobús detrás de un niño gordo y pelirrojo. Otro soldado de las FEP tiró de mí para levantarme y me condujo hacia donde estaban otras dos niñas de mi edad.

Había casi una veintena de soldados de las FEP, pululando entre las ordenadas hileras de niños. Aún debajo del focos que nos alumbraban no podía dejar de temblar en el interior de mi ropa, pero nadie se dio cuenta, y nadie vino tampoco a cortarnos las correas de plástico que nos sujetaban las manos.

Esperé, en silencio, con la lengua apretada entre los dientes. Quedaba por salir del autobús el último grupo de cuatro, en el que estaba el adolescente alborotador. Sería el último en bajar, justo detrás de un chico alto y pelirrojo con la mirada perdida.
Estaba mirándolo fijamente y estaba segura de haber visto al chico inclinarse hacia delante y susurrarle algo al oído al chico pelirrojo, justo cuando él pisaba el primer escalón.

El chico asintió haciendo un brusco gesto con la barbilla. En el instante en que sus zapatos rozaron el suelo, salió disparado hacia la derecha y esquivó las manos del soldado de las FEP más próximo. Otro soldado rugió un aterrador '¡Detente!', pero el pelirrojo siguió corriendo, directo hacia las puertas.

Con la atención de todo el mundo volcada en él, nadie siguió mirando al otro, que estaba todavía en el autobús, nadie, excepto yo. Descendía con sigilo los escalones y tenía la parte delantera de la sudadera de u equipo de fútbol manchada de sangre. El soldado de las FEP que le había golpeado antes estaba ahora ayudándole a bajar del autobús, como había hecho con todos nosotros.

Mientras lo agarraba por el codo, vi como él se giraba y le decía algo con una expresión de absoluta calma en el rostro. Vi cómo el soldado de las FEP le soltaba el brazo, desenfundaba el arma y, sin decir palabra - sin pestañear siquiera- , se introducía el cañón en la boca y apretaba el gatillo.

La imagen de su cara, la mandíbula desencajada, los ojos que se le salían de las órbitas, las ondulaciones de la piel repentinamente suelta, permaneció impresa en el aire, como el negativo de una fotografía, durante mucho más tiempo que la explosión de la nebulosa de sangre rosada y mechones de pelo que se estampó contra el autobús. El soldado de las FEP se derrumbó al suelo en el mismo instante en que el chico que servía de distracción caía al barro víctima de un placaje.

 
Todo fue muy rápido.

El chaval miraba hacia nosotros.

 
¬ ¡Corred! ¬ gritó entre los dientes partidos ¬ ¿Pero qué cojones hacéis? ¡Corred!

All For Us  |  The Darkest Minds | #AFU1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora