Capítulo 17

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La mañana después de que regresé a casa, mi mamá me lavó el cabello.

—Tienes un cabello tan hermoso —dijo.

—Creo que me lo voy a dejar crecer durante un tiempo —le dije.

Ella me dio un baño con esponja.

Cerré los ojos y me senté derecha para ella.

Cuando salió, dejando la habitación, me quebré y lloré.

Nunca me había sentido así de triste.

Nunca había estado tan triste. Nunca había estado tan triste.

Mi corazón dolía aún más que mis piernas. Sé que mi mamá me oyó. Pero tuvo la decencia de dejarme llorar sola.

Miraba por la ventana la mayor parte del día. Practicaba empujándome a en la silla de ruedas a través de la casa. Mi mamá continuaba reorganizando las cosas para que me fuera más fácil.

Nos sonreímos mucho la una a la otra.

—Puedes ver la televisión —dijo ella.

—Basura para el cerebro —le dije—. Tengo un libro.

—¿Te gusta?

—Sí. Es un poco duro. No las palabras. Pero, ya sabes, sobre qué se trata. Supongo que los mexicanos no son las únicas personas pobres en el mundo.

Nos miramos una a la otra.

No sonreímos realmente. Pero nos estábamos sonriendo en el interior.

Mis hermanas vinieron a cenar. Mis sobrinos y sobrinas firmaron mi yeso. Creo que me sonreí mucho y todo el mundo estaba hablando y riendo, y todo parecía tan normal. Me alegré por mi mamá y mi papá, porque creo que era yo la que estaba haciendo la casa triste. Cuando mis hermanas se fueron, le pregunté a mi papá si podíamos sentarnos en el porche delantero.

Me senté en Fidel. Mi madre y mi padre se sentaron en sus sillas mecedoras.

Tomamos café.

Ellos se cogieron de las manos. Me pregunté cómo era eso, tomar la mano de alguien. Apuesto que puedes encontrar todos los misterios del universo en la mano de alguien.


...

Era un verano lluvioso. Cada tarde, las nubes se reunían como una bandada de cuervos, y llovía. Me enamoré de la tormenta.

Terminé de leer Las viñas de la Ira. Luego terminé de leer Guerra y Paz. Decidí que quería leer todos los libros de Ernest Hemingway. Mi padre decidió que leería todo lo que yo leyera. Tal vez esa era nuestra forma de hablar.

Valentina vino todos los días.

Más que nada Valentina hablaba y yo escuchaba.

Decidió que debería leerme El Sol También se Levanta en voz alta. No iba a discutir con ella.

Nunca iba a ponerme caprichosa con Valentina Carvajal. Así que cada día leía un capítulo del libro. Y luego hablabamos de ello.

—Es un libro triste —dije.

—Sip. Es por eso que te gusta.

—Sip —dije—. Es exactamente cierto.

Nunca me preguntó nada sobre qué pensaba de sus dibujos. Me alegraba de eso. Había puesto su libro de dibujos debajo de mi cama y me había negado a mirarlo. Creo que estaba castigando a Valentina. Me había dado una pieza de ella que nunca le había dado a otro ser humano. Y ni siquiera me había molestado en mirarlo. ¿Por qué estaba haciendo eso?

Val, Juls Y los Secretos del Universo | Juliantina |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora