III

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-¿Quieres un caramelo? -me preguntó apartando la vista del papel y mirándome.

Llevaba alrededor de cinco minutos en mi mundo, intentando no pensar en lo incómodo que era ese momento y procurar aprenderme el diálogo a tiempo. No quería hacer el ridículo, y menos con él delante.

¿Qué tipo de pregunta era esa? Tenía bastante hambre, no había desayunado nada y la noche anterior apenas había cenado.

Despegué mi vista lentamente del papel y lo miré.

-¿Qué? -le dijé sin saber si de verdad me estaba ofreciendo un caramelo o solamente me estaba gastando algún tipo de broma.

-Que si quieres un caramelo - me volvió a repetir-. Venga, vamos, ¿me lo vas a negar? -dijo al ver mi expresión de duda y con una media sonrisa.

-No... no es eso, es solo que no... no se puede comer en clase, ¿no?

Joder, parecía imbécil. No paraba de tartamudear y de decir cosas sin sentido. Él me miró y se río por lo bajo.

-No sé, dímelo tú -se llevo una golosina a la boca y me sonrío-. ¿De qué sabor te gusta?

-Eh... -no sabía que hacer, ni que decir.

Se la quería negar. No quería comer, me sentía mal conmigo misma, sabía que a la mínima, me volvería a sentir culpable.

Por otra parte si se la negaba, lo poco que le podía caer bien, se fuese a la mierda. Se la tenía que aceptar.

-Mira, tengo de fresa, de limón, de naranja...

-De fresa -decidí rápido antes de echarme atrás. Él volvió a sonreír y me dio la gominola por debajo de la mesa. Nuestras manos apenas se tocaron.

-¿Te gustan las de naranja? -cuestionó

-No quiero más, gracias -le avisé. Con una ya era suficiente, además, si la profesora Daniela nos hubiese visto, estaríamos muertos. Odiaba que comamos o bebamos en sus clases.

-Ya, pues creo que te equivocas, ya que escucho a tu tripa desde aquí, no has desayunado nada desde que has entrado al instituto y no has hecho el mínimo esfuerzo de tomarte el zumo que has tirado en la papelera esta mañana. Y dudo que hayas comido algo antes de salir de tu casa -me miró con una sonrisa de satisfacción.

¿Qué? ¿Cómo sabía todo aquello? ¿Me había estado espiando?

En ese caso... ¿por qué? No soy para tanto. Tampoco soy nada misteriosa, todo lo contrario. Soy bastante predecible.

-¿Qué...? -cuestioné. No sabía que decir, ¿cómo sabía todo eso?

《Joder, Jessica, tranquila, a lo mejor, entrando al metro te habrá visto y le habrás llamado la atención. Punto》. Pensé.

-Toma, procura que no te vea -me puso tres caramelos en la mano-. Come, no hagas que te obligue -se rió, y por primera vez, me reí yo también.

Todas las clases al fin llegaron a su fin. Sonó el timbre de salida, y con él, todo el murmullo, las risas, las conversaciones ajenas...

Encendí mi móvil y me fijé en algunos mensajes nuevos.

Eres una zorra.

No te quieren ni tus padres. Penosa.

¿Te crees que dando pena vas a solucionar algo? EL DAÑO YA ESTÁ HECHO.

¿Qué has desayunado hoy? Estas más gorda. ¿Qué pasa? ¿Tus mamis tienen miedo a que te vayas a buscar a tus papis verdaderos, y por eso te llenan de comida?

Decidí que era suficiente.  Me sentí como una mierda y me sentía adí cada vez que le echaba un pequeño vistazo a mi móvil. Es irónico el daño que te puede hacer un aparato tan pequeño. Fuí directamente a mi playlist de Spotify, me puse los cascos y decidí evadirme de todo y de todos.

Caminé hasta la puerta de salida y me fui hasta la estación de metro. Iba con la cabeza baja, pensando en mis cosas, como siempre, y de repente, la vi.

Una tienda de electrónica. Me quedé unos segundos observándola, y sin pensarlo dos veces, entré.

Me quité los cascos y sonreí al empleado que estaba detrás del mostrador.

Era un hombre alto, fuerte, con poco pelo y un bigote divertido. No le echaba más de cuarenta y cinco años.

-Buenas tardes, señorita, ¿en qué puedo ayudarle? -me preguntó simpático.

-Hola, ¿tenéis mp3? -le dije intentando ser la chica más amable del mundo y causar buena impresión.

El señor frunció el ceño en cuanto me escuchó, eso sí, aún sonriente.

-¿Para qué quiere una niña tan guapa cómo tú un trasto cómo este? -me enseñó varios. Yo reí ante su halago y me replanteé la pregunta.

Sabía muy bien para que quería un trasto como un mp3.

Allí no me podían llegar mensajes, no tendría la preocupación durante las seis horas del intituto de mirar el móvil y encontrarme mensajes horrorosos de personas que ni sabía quiénes eran

Solo podía escuchar música. Justo lo que quería, escuchar música, nada más, sin preocuparme de nada ni nadie.

-Es para un trabajo de historia -fue la primera idea que se me vino a la cabeza.

Sonaba patético. Lo era. No sabía mentir.

-Pues mira, si es para un trabajo, te recomiendo que te lleves uno barato. Como este -me enseñó una cajita pequeña. En el dibujo mostraba como el mp3 era negro y no tenía muchas funciones, solo las básicas. Adelantar, atrasar, parar, reproducir...

Miré al mostrador, donde el señor había puesto más muestras de mp3.

Me fijé en uno. Era muy bonito, el color era azul, tenía una pequeña pantalla y tenía muchas funciones. Me gustaba su forma, era rectangular y largo. Era precioso. Su precio era de veinte euros.

No tenía veinte euros, creo que no tenía ni diez para pagar el más barato que el señor me estaba ofreciendo. Pero quería ese, el azul, no me quería llevar uno que no me valiese para nada. Me urgía tener ese trasto para mañana.

Mañana... iba a ser un día difícil.

Volví a mirar al señor.

-¿A qué hora abrís? -pregunté con una sonrisa.

-Abrimos a las siete de la mañana de lunes a viernes -me contestó agradablemente.

-Perfecto, mañana a las ocho menos veinte me llevo este -señalé al azul.

-¿Este? Es más caro que este, no te recomiendo que te gastes mucho... -me advirtió.

-Ya, ya, lo sé, pero me ha parecido bonito, quizá después se lo regale a mi primita -le corté.

-Perfecto, como quieras, mañana te espero aquí, bonita -me volvió a halagar.

-Muchas gracias, hasta mañana -me despedí con una gran sonrisa.

No había casi nadie en la calle, todos los estudiantes ya se habían ido a sus respectivas casas y solo quedaban personas paseando a su mascota o parejas de chicos y chicas caminando perezosamente y charlando.

Después de quince minutos en el metro, llegué a mi casa. No había nadie. Mis madres estaban trabajando y seguramente hoy no llegarían hasta muy tarde. Genial. Toda la tarde sola y con mensajes de gente que ni conocía, como siempre.

Suspiré y me fui a la nevera, recalenté la comida y me fui a mi habitación, encendí el ordenador para ver alguna serie o algo que me despejará un poco, y de nuevo, más y más mensajes de cuentas falsas y números desconocidos.

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora