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Al atravesar la verja y adentrarse en el largo sendero que conducía hasta Easton Hall, Matteo pisó el acelerador y sintió cómo el mundo quedaba atrás a gran velocidad. Aquél era el lugar donde Leonardo y él habían hecho carreras desde su infancia, primero con las bicicletas, después a caballo y en moto, y donde el Alfa Romeo nuevo de Leonardo había quedado siniestro total cuando Matteo lo adelantó obligándolo a caer al foso.

Su rivalidad había sido tan fuerte como el amor que sentían el uno por el otro.

Jóvenes mimados por su sangre y su nacimiento, arrogantes por su fortuna y su atractivo físico, siempre se creyeron invencibles. Pero ni todo el dinero del mundo, un linaje antiguo y aristocrático y la cara de un ángel lograron proteger a Leonardo del ataque de fuego enemigo que sufrió mientras surcaba en su caza los cielos de Oriente Medio. Y ahora los mismos genes que eran responsables de la belleza varonil de Matteo estaban terminando con su vista.

Casi sin darse cuenta Matteo llegó al puente que cruzaba el viejo foso y tuvo que levantar el pie del acelerador. El sendero se estrechaba e iba bordeando la mansión en dirección a los garajes de la parte de atrás. Condujo con más cuidado hasta detener el coche en un patio adoquinado donde antaño arribaban los elegantes carruajes de lo más granado de la aristocracia inglesa y apoyó las manos en el volante, sin soltarlo, sabiendo que debía sacar las llaves del contacto por última vez.

Era el final de su independencia.

Curvó la boca en una irónica sonrisa al recordar a la joven del cementerio. Había sido muy duro con ella, pero la desesperación de la joven había actuado como un revulsivo en sus heridas. Al menos ella podía tomar el control de la situación. En su caso, el control se le iba escapando de las manos a medida que sus días se iban oscureciendo y convirtiendo en una larga noche eterna. Y él no podía hacer nada, absolutamente nada. Ésa era la primera manifestación de su fracaso.

Abrió la puerta y salió.

—¿Volverá a necesitar el coche, señor?

—No —respondió Matteo a Reinaldo, el hombre que trabajaba para lord Angelo desde que Leonardo y él eran niños.

«Ni hoy, ni nunca más», añadió para sus adentros.

Tarde o temprano tendría que decírselo y encargarle que fuera su chófer.

—¿Lo meto en el garaje?

—Gracias.

Matteo sacó las llaves del contacto y las apretó durante un momento. Después las lanzó en dirección a Reinaldo y cruzó el patio hacia la casa.

[...]

—Estás preciosa, querida.

Las manos de Monica aleteaban alrededor de la cara de Luna colocando un rizo aquí, arreglando un pliegue de encaje allá. Las campanas de la iglesia repiqueteaban con fuerza amenazadora, pero al menos evitaban la necesidad de hablar.

Bajo el velo, Luna estaba inmóvil. Se alegraba de llevarlo, ya que la separaba del resto del mundo y ocultaba sus pensamientos y emociones, cada vez más desesperados.

—Bien, será mejor que vaya a la iglesia —dijo Monica con una sonrisa dando un último toque al vestido de Luna.

Elegido por Simón, el corte era estilo imperio. Según él, dejaría encantados a los estadounidenses cuando la vieran sentada al piano en la recepción que había preparado para después de la ceremonia religiosa.

Monica le entregó un ramo de flores blancas.

—Toma, no lo olvides. Ahora tienes que esperar a que venga a buscarte el sacristán para acompañarte al altar. Y por el amor de Dios, intenta sonreír un poco, hija... —añadió Monica colocándose el sombrero azul en la cabeza.

Después se echó otra nube de perfume, se puso un par de guantes negros y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo y se volvió a mirar a su hija.

—Qué lástima que tu padre no tuviera la decencia de quedarse para verte. Hoy sería el único día de su vida que hubiera podido hacer algo útil. En fin, querida, el sacristán es un hombre muy agradable. Estará aquí en diez minutos.

Y se fue.

Bajo el velo, Luna tenía la sensación de que se estaba ahogando. La rabia y la desesperación la atenazaban por dentro, y sin pensar en lo que hacía empezó desgarrar el velo entre sollozos. Tenía que marcharse.

Miró a su alrededor y sin pensarlo agarró las llaves del coche que Simón le había comprado como regalo de compromiso. Corrió escaleras abajo respirando aceleradamente y salió por la puerta principal después de asomar ligeramente la cabeza para asegurarse de que no había nadie. El coche sí estaba allí.

Las manos le temblaban tanto que apenas podía girar la llave del contacto, y cuando por fin el motor se puso en marcha, apretó el acelerador y el vehículo salió disparado por el sendero de grava. Presa de pánico, echó una ansiosa mirada al espejo retrovisor, medio esperando ver a Simón salir corriendo de La Antigua Rectoría, o a su madre aparecer a un lado del camino con su vestido azul.

La principal entrada de la iglesia donde se habían reunido los invitados estaba al otro lado, pero sin querer correr ningún riesgo, y casi sin pensar, Luna se encontró girando por la estrecha carretera por la que había visto alejarse aquella mañana a Matteo Balsano.

Era una carretera de un solo carril flanqueada de árboles y setos que se unían en la parte superior formando prácticamente un arco sobre su cabeza. Detrás de ella, las campanas repiqueteaban una y otra vez anunciando su inminente entrada, pero ella apretó el acelerador, pensando únicamente en alejarse de allí, sin saber dónde iba.

Ni siquiera lo había pensado. ¿Dónde iba? O mejor dicho, ¿Dónde estaba? Mirando a su alrededor, se preguntó si ya habrían reparado en su ausencia. ¿Habría ido ya a buscarla el sacristán? Quizá no era demasiado tarde para volver. Sólo tenía que encontrar un lugar donde dar la vuelta y continuar con su vida tal y como estaba planeado.

Simón y su madre tenían razón. Ella era incapaz de defenderse sola. Ni siquiera podía escaparse sin perderse.

Música Para Dos Corazones ➵ Adaptación LutteoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora