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Resuelta a cumplir su palabra, Luna sacó las verduras de la nevera y se acercó a la encimera, aunque al ver la tabla de mármol todavía cubierta de sangre se detuvo en seco y se estremeció.

—¿Todo bien?

La voz de Matteo desde la entrada la sobresaltó.

—Sí, sí, claro —repuso ella, con la mano en la garganta—. Todavía estaba limpiando la sangre —confesó—, y me temo que no sé por dónde empezar con esto. Nunca he cocinado nada.

—Entonces ya es hora de que aprendas —la interrumpió él.

Luna tragó saliva y, tomando un trapo, rápidamente recogió la sangre de la tabla de cortar y sacudió la cabeza.

—No. Las cosas prácticas no... no se me dan bien.

—¿Qué te hace decir eso?

—¿Qué tal veintitrés años de experiencia? —repuso ella sonriendo—. O mejor dicho de inexperiencia. Nunca he hecho nada de tipo doméstico.

Matteo no podía verle la cara, pero por el tono indignado de su voz podía imaginarse que su expresión no sería de alegría.

—Pues ahora es tu oportunidad —Matteo sujetó el cuchillo—. Ven aquí.

—¡No!

Matteo se detuvo al escuchar la angustia en la voz femenina.

¿De qué tienes miedo? —preguntó, y entonces recordó que llevaba el cuchillo en la mano—. Por Dios, Luna, no voy a hacerte nada.

—No ha sido por eso —susurró ella—. Es que...

¿Cómo podía explicarle que no era esa clase de temor, el temor a que le hiciera daño, lo que le hacía temblar tan violentamente, sino el temor a perder el control? ¿Cómo podía explicarlo cuando apenas lo entendía?

Matteo suspiró.

—Ven, acércate.

Con pasos tentativos, Luna se acercó a Matteo y se dejó hacer.

Matteo la colocó delante de la tabla de cortar.

—Sujeta el pimiento —dijo él, de pie detrás de ella, tan cerca de su oído que al notar su voz Luna se estremeció, pero todavía le quedaron fuerzas para obedecer—. Ahora con la otra mano sujeta el cuchillo — continuó él.

Mordiéndose el labio inferior, Luna agarró el cuchillo, pero vio como el filo temblaba con indecisión hasta que la mano de Matteo se cerró en torno a la suya. Luna contuvo el aliento. Ahora los brazos masculinos la envolvían y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse caer hacia atrás y apoyar la cabeza en su pecho.

—¡No, no puedo!

Luna dejó caer el cuchillo y apretó los puños.

Matteo se echó hacia atrás y ella se volvió a tiempo de verlo pasarse la mano sana por la cabeza en un gesto de exasperación.

—Lo siento... —dijo ella débilmente—. Es que... es por mis manos. Tengo que tener cuidado. Son muy... valiosas...

Matteo se quedó inmóvil.

—¿Valiosas? —repitió él, mirándose sus propias manos, tanto la sana como la herida.

¡Valiosas! Dios, ¿Qué sabría ella? Sin duda era una mujer tan superficial como Ámbar. Tan mimada y caprichosa que nunca sabría entender el valor de sus manos. Porque para él, sus manos no sólo eran valiosas, eran su único medio de vida y de independencia. Aunque no tenía la menor intención de que ella lo supiera.

[...]

Luna abrió los ojos de repente, presa de un miedo sofocante en la oscuridad de su habitación. Tenía los puños contraídos y sujetando el edredón, los dedos apretados y tensos, como garfios. Con esfuerzo los fue abriendo y dejó que sus ojos se acostumbran a la penumbra.

Había soñado con Simón, una horrible pesadilla en la que él la perseguía por un laberinto de altos setos con un cuchillo en la mano. Ella iba con su vestido de boda, y sabía con terrible certeza que la intención de Simón era dañarle las manos, en venganza por haberlo humillado. Y de repente Matteo estaba allí, desnudo de cintura para arriba e interponiéndose entre Simón y ella, protegiéndola, hasta que su vestido de boda se tiñó de rojo con la sangre que manaba de las manos de Matteo.

En el denso silencio de la noche, lo único que podía oír eran los fuertes latidos de su corazón. Hasta que su estómago rugió de forma ensordecedora. El sonido rompió el hechizo y la hizo soltar una carcajada de alivio. Por supuesto, apenas había comido nada en todo el día, lo que explicaba las extrañas sensaciones que se habían apoderado de sus nervios. Tenía hambre, eso era todo. Sólo hambre. No tenía ni idea de qué hora era, pero de repente comer se le aparecía como un imperativo. Una tostada con mantequilla o una taza de té. Incluso una galleta de chocolate parecía lo más deseable del mundo.

Sin contar el pecho desnudo de Matteo Balsano. Y su espalda firme y musculosa. Y sus ojos avellanas...

¡No! Con resolución se levantó de la cama y sin calzarse salió al pasillo. Entonces se dio cuenta de que hacía un frío terrible, pero continuó andando, demasiado nerviosa para perder más tiempo en volver a recoger algo de ropa de abrigo. Por las ventanas del pasillo se colaba la luz plateada de la noche y a través de los cristales Luna vio la luna llena que brillaba en el firmamento iluminando lánguidamente las nubes que flotaban perezosas a su alrededor.

Luna bajó en silencio y caminó a ciegas por lo que imaginó era el pasillo que llevaba hasta la cocina. Pero había muchas puertas. Abrió una de ellas y titubeó en el umbral, sin atreverse a entrar. Era una estancia enorme que probablemente recorría todo el lateral de la casa, y nada de lo que se adivinaba en las sombras azuladas le resultaba familiar. Ni las paredes altas y pintadas de un color oscuro, seguramente negro, ni los muebles, una mezcla de antigüedades y otros sorprendentemente modernos, ni por supuesto la silueta que se dibujaba delante de uno de los ventanales.

Allí, iluminado por la luz de la luna, había un piano de cola. Sin pensarlo dos veces, Luna cruzó el amplio salón sin hacer ruido y deslizó lentamente un dedo sobre las teclas. Las teclas eran suaves, sólidas, exquisitas, como debían ser en un buen piano. Detuvo el dedo en una de ellas y pulsó. El sonido era rico y sensual, y fluyó por ella haciéndole olvidar el hambre y los nervios. De repente lo único que importaba era aquel instrumento y su necesidad de perderse en él. Haciendo caso omiso del frío, se sentó y colocó los pies desnudos sobre los helados pedales, dejando que sus dedos descansaran delicadamente sobre las teclas durante un segundo y cerrando los ojos aliviada.

Tras un día de confusión e incertidumbre, al fin eso era algo que entendía y controlaba. Era su forma de interpretar el mundo, de expresar emociones; era la única forma que le habían enseñado y la única que conocía. Sin pensarlo, empezó a pulsar las teclas y tardó un momento en darse cuenta de que la música que fluía de sus dedos era el Nocturno en Mi menor de Chopin. Recuerdos que no había permitido dejar subir a la superficie ya no pudieron ser reprimidos durante más tiempo.

Cerrando los ojos, los dejó aflorar. Poco a poco se dio cuenta de que las teclas estaban resbaladizas por la humedad de sus lágrimas, y continuó tocando sin sentir el frío. Comparado con el hielo en su interior, no era nada.

Música Para Dos Corazones ➵ Adaptación LutteoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora