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—Veo ángeles —Luna estaba tendida a su lado, mirando hacia arriba—. ¿Significa que he muerto e ido al Cielo?

Matteo se volvió a mirarla apoyándose en un codo. Oía la sonrisa en su voz, y deseó poder verle la cara. Quería besar la curva de su sonrisa, y convertirla en algo mucho más intenso y placentero mientras descendía con sus labios por su cuerpo. Quería ver si la sorprendente pasión femenina iluminaba sus ojos, si le hacía brillar la piel... Pero no podía.

—Lo dudo, si yo estoy aquí —dijo él con dureza.

Donde él vivía no había paz ni luz.

—No digas eso —susurró ella—. Hoy me has salvado. Aunque sólo sea por eso, te has ganado un lugar en el Cielo.

Entonces Matteo recordó. Había olvidado el fresco pintado en el techo sobre ellos. De niño le encantaba tumbarse en el suelo y contemplar los ángeles que flotaban en él. Pero hacía tiempo que dejó de mirarlo, mucho antes de ser incapaz de hacerlo.

—Mira, son preciosos —murmuró ella dibujando un arco con el brazo hacia arriba—. No creo que en el Cielo haya nada más bello.

Matteo suspiró. Él no veía nada. Los colores que le habían llenado la cabeza al derramarse dentro de ella se habían desvanecido, dejando una oscuridad mucho más intensa, como un vacío cielo invernal después de los fuegos artificiales.

—No creo que el Cielo exista —dijo él con cierta brutalidad.

—Oh, Matteo, ¿Siempre has sido tan cínico?

—No.

—¿Qué pasó? ¿Es por Leonardo?

Matteo le tomó la mano y la envolvió con la suya, sintiendo tanto su fragilidad como su sorprendente e increíble fuerza.

—En parte. También hubo otras cosas.

—Cuéntamelas —le pidió ella.

Matteo depositó un beso en la palma de su mano y después le cerró los dedos, como si se estuviera despidiendo.

—No —se levantó con agilidad y buscó su ropa—. No hay nada que contar. Perdí una cosa, nada más. Algo a lo que nunca había dado mayor importancia. Y ahora lo echo de menos. Continuamente.

«Sobre todo ahora. En este momento. Daría cualquier cosa por poder verte...»

Le dio la espalda y, al darse cuenta del frío que hacía, buscó con los dedos la caja de cerillas en la repisa de la chimenea y encendió la hoguera.

Detrás de él, Luna se sentó con las rodillas flexionadas y apoyó la barbilla en ellas.

—Antes me has dicho que lo importante de tener miedo es saber enfrentarse a él —le recordó ella—. Creo que se podría decir lo mismo de tu pérdida. No puedes cambiarla, pero tienes que aceptarla.

Matteo soltó una risa cargada de amargura.

—¿Eso crees?

La repentina frialdad de su voz la sorprendió. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda, y tuvo la sensación de que era como si la intimidad que acababan de compartir no hubiera existido nunca. Las barreras estaban de nuevo en pie.

—Lo siento, yo no sé nada de eso. Soy pianista, no psicóloga — murmuró poniéndose en pie buscando el camisón con los ojos.

Matteo se volvió despacio a mirarla.

—¿Por qué no me has dicho antes que eres pianista? No he entendido lo de tus manos —se disculpó él.

—No sé —suspiró ella—, quizá pensé que lo sabías. Hay gente que lo sabe, que me reconoce. La empresa de Simón hizo una gran campaña en vallas publicitarias para el lanzamiento de mi primer disco.

En ese momento, en un destello tan claro y espectacular como los colores que había visto poco antes, Matteo vio a la joven del anuncio publicitario el día que salió de la consulta de Pedro Arias.

—Soy un ignorante —dijo él volviéndose de nuevo hacia la chimenea—. Casi nunca salgo de esta casa. Tengo demasiado trabajo. La última vez que asistí a un recital de música fue en el comedor de oficiales. Siguiendo la tradición, se interpretan canciones que espero que no hayas oído nunca, y se termina rociando el piano con gasolina y prendiéndole fuego.

Luna se llevó la mano la garganta.

—¡No! ¿Por qué?

—Es una tradición de la RAF. Se repite todos los años.

—¡Pero eso es horrible! ¿Cómo puedes soportarlo?

—Sólo es un piano —dijo él mirando las llamas.

—Sí, tienes razón. Muchas veces se me olvida. A veces tengo la sensación de que es mi único amigo —se rodeó el cuerpo con los brazos—. Bueno, mejor dicho, es mi único amigo.

Su soledad era palpable, y a Matteo no se le pasó por alto la paradoja: él llevaba un año tratando de cerrarse al mundo exterior mientras ella trataba de abrirse hacia él.

—¿Qué te ha traído aquí? ¿A un lugar tan perdido como Easton?

Luna se sentó de nuevo en la alfombra, dobló las rodillas y las rodeó con los brazos.

—La empresa de relaciones públicas de Simón encontraron La Antigua Rectoría, y pensaron que sería el sitio perfecto para la boda. Muy inglés, muy elegante, muy acorde con la marca que han creado para mí. La alquilaron durante seis meses, pero yo no vine hasta ayer. Fue la primera vez que la vi. Hubiera podido estar en cualquier otro sitio.

La chimenea lanzaba largos dedos de calor al salón y pintaba su piel en tonos melocotón y dorado.

Matteo había oído hablar de que el cerebro era capaz de complementar lo que el ojo no veía, pero hasta ahora nunca lo había experimentado, ni creído que fuera posible. Pero en aquel instante vio con total claridad la tristeza de los ojos esmeralda, la sensual curva de los labios, la delicada piel de la barbilla.

Luna se levantó despacio y caminó hacia él. Al llegar a su lado, le puso una mano en el pecho, sobre su corazón.

Me alegro mucho de que no estuviera en ningún otro sitio. De que estuviera aquí —declaró ella.

Matteo respiró profundamente y le apartó la mano con gran delicadeza, alejándose de ella para que no leyera la verdad en su rostro, y se detuvo junto a la ventana. Afuera estaba nevando.

—Eres muy afortunado por poder vivir en un lugar como éste.

Música Para Dos Corazones ➵ Adaptación LutteoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora