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Agarró uno de los gemelos antiguos e intentó meterlo en el ojal de la pechera, a unos milímetros de su piel, pero la mano le temblaba violentamente. Necesitaba tocarlo, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para sujetar el gemelo con los dedos y esperar a que la oleada de deseo le pasara antes de tratar de meterlo por el ojal.

Qué estúpida era, sentir eso cuando él pertenecía a otra mujer. De nada serviría recordar lo ocurrido la noche anterior.

Luna se estremeció y no pudo evitar un gemido de frustración cuando el gemelo se le deslizó entre los dedos.

—Perdona, no sé qué me pasa.

Se puso de rodillas y buscó por el suelo con la mano hasta encontrarlo. De repente el simbolismo de la postura la sorprendió: estaba literalmente a sus pies. Tenía que controlarse. Se levantó y respiró profundamente.

—Perdona, volveré a intentarlo.

Matteo no le había prometido nada, se recordó metiendo el gemelo por el ojal. No le había dado motivo para hacerle pensar que sentía algo por ella. Otro gemelo. Ni siquiera había reparado en su pelo. ¿Qué esperaba? ¿Qué la mirara y decidiera que Ámbar no era la mujer que deseaba? Dios, qué ridícula. Enfadada agarró el otro gemelo. Y cometió el error de mirarlo a la cara.

Matteo miraba por encima de su cabeza a un punto distante, con los ojos vacíos, la mandíbula tensa, como si estuviera aguantando algún terrible tormento. Claro. Deseaba que ella fuera Ámbar.

Matteo levantó el mentón para que ella pudiera colocarle el último gemelo en el cuello de la camisa, y por un segundo, Luna quedó paralizada, hipnotizada. Sólo podía pensar en la desesperada necesidad de besar la piel casi morena del cuello. Se mordió el labio angustiada para contenerse y, después de cerrar el gemelo, retrocedió rápidamente.

—Gracias —dijo él con voz lejana.

Luna tragó saliva, avergonzada de su incapacidad para contener sus emociones.

—Si eso es todo, me iré.

Recogiendo con la mano el terciopelo verde de la falda, fue casi corriendo hasta la puerta, reprimiendo las ridículas ganas de llorar. Ni el vestido, ni al corte de pelo, ni el maquillaje. Matteo no la había mirado ni una sola vez.

Ahí las sospechas de Matteo se confirmaron. Luna no podía soportar estar a su lado, y sólo pensaba en alejarse de él. Ámbar se lo había contado.

La oscuridad envolvió su corazón cuando se volvió hacia ella con una sonrisa helada. Que se avergonzara de él, de su inutilidad; que se diera cuenta del gran error que había cometido la noche anterior.

—Perdona, pero me temo que tendrás que abrocharme también los puños.

Luna titubeó y volvió lentamente hacia él. Matteo podía distinguir el pelo que le cubría la mitad de la cara, dándole la impresión de que acababa de levantarse de la cama. Al inclinar la cabeza para abrocharle los puños de la camisa, Matteo sintió el roce de un mechón sedoso en la muñeca. El deseo lo recorrió de nuevo, marcando a fuego sus maltrechas emociones con una renovada agonía.

Los dedos largos y esbeltos trabajaron deprisa deslizando los gemelos centenarios con el desgastado emblema de la casa Balsano por los ojales de los puños. Matteo podía oírla respirar aceleradamente, y también podía aspirar la fragancia a pétalos de rosa machacados, con sus susurros de verano y de felicidad, junto con los recuerdos de la noche anterior.

Todo lo que había perdido para siempre.

Ella se incorporó y se frotó las palmas de la mano por el vestido pegado al cuerpo.

—Puedo terminar solo —dijo él dándole la espalda.

—¿Y la corbata?

—Me la he anudado muchas veces.

—¿Con una mano? —preguntó ella con un quejido que sonaba como de angustia, o de lástima.

Matteo apretó los puños. La pregunta le recordó que necesitaba su ayuda, lo que más detestaba. Pero trató de relajar la hostilidad de su rostro y, volviéndose hacia ella, le lanzó la corbata.

—No.

Luna la atrapó en el aire y por un momento se quedó quieta, sin reaccionar, sin atreverse a mirarlo. Por fin reaccionó y se acercó a él. Incluso con tacones altos tuvo que ponerse de puntillas para pasarle la corbata por el cuello. La cercanía era casi insoportable. Con los ojos clavados en la mandíbula recta, Luna intentó hacer la pajarita, pero fue totalmente incapaz. Los dedos le temblaban incontroladamente.

—No puedo... —gimió angustiada.

Matteo levantó las manos y le tomó la cara, pasando los pulgares por las lágrimas que descendían lentamente por las mejillas femeninas.

—¿Estás llorando? ¿Por qué?

—Nada, soy una tonta. No me hagas caso... —se interrumpió y soltó una amarga y breve carcajada—. Aunque tampoco me lo harías...

Matteo le alzó la cara y la miró fijamente.

¿Qué te dijo exactamente Ámbar?

Luna se llevó las manos a la boca.

—Me... me dijo que no te lo dijera.

Matteo se quedó muy quieto. Con la cabeza echada hacia atrás, la corbata de seda colgando suelta del cuello, parecía un Adonis atormentado.

—Me lo puedo imaginar —dijo él con una media sonrisa, y su tono de voz se suavizó—. La discreción no ha sido nunca su punto fuerte.

El rostro masculino seguía totalmente impasible, pero la emoción que destellaba en sus ojos luminosos era aterradora.

Creo que es mejor que... lo sepa —dijo ella retrocediendo, incapaz de soportar su cercanía un momento más—. Porque he estado en peligro... —se interrumpió con un sollozo—, de enamorarme de ti. Y eso sería peligroso.

Tambaleándose ligeramente, volvió a recogerse la falda del vestido, dio media vuelta y salió de la habitación.

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J O D E R, que intenso... 😪

Música Para Dos Corazones ➵ Adaptación LutteoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora