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La fiesta estaba llegando a su fin. Matteo caminaba entre las mesas del comedor mientras los trabajadores de la empresa de catering se ocupaban de recogerlo todo y se dio cuenta de que no había visto a Jazmín en toda la noche para darle las gracias.

Había tenido asuntos más urgentes que atender. Como su hijo.

Ámbar no estaba en condiciones de cuidar de un pez de colores, y mucho menos un recién nacido, pensó. Por ello toda la responsabilidad recaía sobre él. El pequeño se quedaría en Easton Hall hasta que su madre se recuperara, y él haría todo lo posible por él, tanto a corto plazo como en su testamento, para asegurar que recibía los mejores cuidados y la mejor educación, aunque a distancia. Leonardo nunca tendría que llevar la carga de saber que su padre era ciego.

En un jarrón chino que había pertenecido a su madre y que él siempre recordaba en el mismo lugar, había ahora un espectacular arreglo de ramas altas entrelazadas con diminutas luces intermitentes. Matteo acarició una de las ramas, pensando que sería algo artificial que Jazmín había traído de Londres.

Pero no era así, eran duras y quebradizas. Eran ramas de verdad. De repente recordó a Luna al entrar por la puerta principal con los brazos llenos de ramas...

¿Lo había hecho ella? Brevemente sujetó una de las luces en forma de copos de nieve y sintió su calor y resplandor en la piel. Era pequeña, pero daba una luz sorprendentemente potente, y transformaba las ramas desnudas en algo precioso y útil. La apretó con fuerza y la luz se apagó.

Por el momento la mantuvo así, hasta que la soltó y fue a despedirse de sus invitados.

[...]

Cuando por fin Luna se metió en la cama, le dolía todo el cuerpo, aunque fue incapaz de conciliar el sueño. En la oscuridad las imágenes del día se fueron sucediendo ante ella y llegó un momento en que sólo deseó poder sumirse en el olvido.

No sabía cuánto rato había pasado cuando oyó el sonido inconfundible de la puerta al abrirse.

—¿Luna?

Era la voz de Matteo, y cuando Luna respondió casi lamentó que la suya estuviera tan cargada de esperanza.

—Necesito tu ayuda —continuó él desde la puerta.

La esperanza se apagó al instante.

—Sí, ya voy. ¿Qué... qué ha pasado? —preguntó levantándose y saliendo tras él.

Al avanzar por el pasillo, Luna escuchó el llanto lejano de un bebé, cada vez más alto e insistente. Matteo abrió una puerta y la invitó a pasar. La luz estaba encendida, la habitación era un auténtico caos, y al entrar Luna vio por el suelo unas prendas de ropas que reconoció como de Ámbar: los pantalones y el top negro que la había visto llevar antes. Junto a la cama, un zapato de tacón de medio lado, como si se le hubiera caído al desplomarse sobre la cama.

Con un gran esfuerzo, Luna desvió la mirada de la imagen de la mujer tendida en la cama, con la melena rubia desparramada sobre la almohada blanca, y la fijó en el niño que lloraba desconsoladamente a su lado.

Incapaz de pensar con claridad, Luna miró con pánico a Matteo. Éste estaba apoyado en el marco de la puerta, con la cabeza hacia atrás, sin expresión en el rostro.

Luna abrió la boca para decir algo, pero la necesidad de tranquilizar al niño la hizo inclinarse sobre el, tomarlo en brazos y merecerlo contra su pecho.

—Ya... ya... shh... shh... tranquilo.

Lentamente la carita rosada del niño se relajó y el feroz llanto se tornó en sollozos intermitentes, mientras ella continuaba meciéndolo y susurrándole palabras tranquilizadoras.

Al mirarlo, Luna pensó que era precioso. Era la primera vez que tenía a un bebé tan pequeño en brazos, y le sorprendió su perfección. El suave pelo castaño claro, los ojos avellanas y atentos, la forma de la boca tan increíblemente similar a la de...

—Gracias a Dios —dijo Matteo con frialdad desde la puerta.

Matteo no se había dado cuenta de que estaba sonriendo hasta que levantó la cabeza y lo miró.

—Qué egoísta —exclamó con infinito desprecio—. Tenías tantas ganas de estar con ella —con la cabeza señaló hacia la cama donde estaba el cuerpo inerte de Ámbar —, que te has olvidado de que había un niño. ¿Cómo has podido?

Matteo dio un paso hacia el interior del dormitorio. Su cara era como una máscara. Luna había malinterpretado la situación, pero de nada serviría que lo aclarara.

—No es muy fácil olvidar su presencia cuando monta tanto escándalo —respondió él seriamente.

—Sólo quería que lo abrazaran —dijo Luna furiosa—. Seguramente tiene hambre. ¿Es que no se te ha ocurrido? ¿Ni a ella? —señaló con la cabeza la botella de champán que Ámbar debió subirse a la habitación mientras él estaba en el salón bailando con Luna—. ¿O es que ésas son las únicas bebidas que le interesan?

—Me temo que sí —repuso él abriendo un bolso de piel—. Los biberones y la leche están aquí, creo. Además de pañales. ¿Puedes hacerlo tú? Yo tengo cosas importantes de qué ocuparme.

—¿Importantes? —repitió ella quitándole la bolsa de la mano—. ¡Y un cuerno, importantes! Matteo, yo pensaba que tú eras... —Luna se echó la bolsa al hombro tratando de no molestar al pequeño —. Bueno, qué más da lo que yo pensara. Ahora veo lo equivocada que estaba. No mereces ser padre. Tienes el corazón de piedra.

Con ésas, pasó delante de él y salió del dormitorio.

Matteo cerró la puerta y se quedó en el pasillo, mirando por una de las ventanas que daban al patio interior. Las velas ya se habían consumido, y el patio estaba sumido en las sombras. El pánico y la desesperación crecieron en su interior. Luna tenía razón en una cosa. No merecía ser padre. ¿Cómo, si ni siquiera era capaz de preparar un biberón, ni tomar a su pequeño hijo en brazos? Pero respecto a la otra estaba equivocada. Su corazón no estaba hecho de piedra.

Todo sería mucho más fácil si así fuera, pensó con salvaje desolación.

Música Para Dos Corazones ➵ Adaptación LutteoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora