Capítulo 4

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Mi boca se abrió automáticamente. Me acerqué la cu­chara y un sorbo de sopa caliente descendió por mi gar­ganta. Mandy había escogido las zanahorias que estaban en su punto, las más dulces, las más jugosas. Otros aro­mas acompañaban al de las zanahorias: el del limón, el del caldo de tortuga y el de una especia que no podía identificar. Era la mejor sopa del mundo, aquella sopa mágica que sólo Mandy podía preparar.

La alfombra, la sopa... Eran mágicas... Entonces, ¡Mandy era un hada! Pero si lo era, ¿por qué dejó que mamá muriera?

-Tú no eres un hada.

-¿Por qué no?

-Si lo fueras habrías salvado a mamá.

-¡Oh, cariño!, lo habría hecho si hubiera podido. Si tu madre no hubiese quitado la crin de su sopa ahora es­taría viva.

-Si lo sabías, ¿por qué no se lo dijiste?

-Lo supe cuando ya era demasiado tarde y tu madre estaba muy enferma. Ya no podía hacer nada para sal­varla.

Me desplomé sobre la silla que había junto a la estu­fa, sollozando tan amargamente que luego me costó re­cuperar el aliento. Entonces Mandy me abrazó, y lloré sobre los volantes que rodeaban el cuello de su delan­tal, allí donde había llorado tantas otras veces por cual­quier nimiedad. Una lágrima cayó sobre mi dedo. Era de Mandy, que también lloraba. Su cara estaba congestio­nada.

-Yo también era su hada madrina, y también la de tu abuela -dijo Mandy mientras se sonaba la nariz.

Aparté los brazos de Mandy para verla mejor. No podía ser un hada. Las hadas son esbeltas, jóvenes y be­llas. Mandy era lo suficientemente alta para ser un hada, pero ¿quién ha visto nunca una con el pelo gris rizado y con papada?

-Demuéstramelo -le ordené.

-¿Que te demuestre qué?

-Pues que eres un hada. Desaparece, o haz algún truco.

-No tengo por qué demostrarte nada. Además, a excepción de Lucinda, las hadas no desaparecen en pre­sencia de los mortales.

-Pero ¿podéis hacerlo?

-Pues claro que podemos, lo que pasa es que no lo hacemos. Lucinda es la única lo suficientemente tonta y grosera como para hacerlo.

-¿Y por qué es tonta?

-Porque se cree más importante si demuestra sus poderes mágicos -contestó Mandy mientras empezaba a lavar los platos-. Venga, ayúdame.

-¿Lo saben Nathan y Bertha? -pregunté mientras llevaba los platos a la pila.

-¿Saber qué?

-Que eres un hada.

-¡Otra vez con lo mismo! Nadie excepto tú lo sabe. Y será mejor que guardes el secreto -dijo Mandy con cara de pocos amigos.

-¿Porqué?

Mandy no me contestó. Se limitó a fruncir el ceño.

-Lo prometo. Pero ¿por qué?

-Te lo diré; a la gente le gusta pensar que existen las hadas, pero cuando encuentran una de verdad siempre surgen problemas -comentó mientras aclaraba una fuen­te y me la pasaba. Luego dijo-: Tú secas.

-¿Por qué?

-Porque la vajilla está mojada, por eso -respon­dió, y al ver mi cara de sorpresa dijo-: Hay dos razones básicas. Como la gente sabe que podemos hacer magia quiere que resolvamos los problemas por ellos. Y si no lo hacemos se ponen como locos. La otra razón es que somos inmortales, y eso no pueden soportarlo. Después de que muriera su padre, lady Estela no me habló duran­te una semana.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora