Capítulo 20

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Madame Olga aceptó la oferta de papá, y cuando ex­presó la satisfacción que le causaba tener una nueva hija casi me ahoga con su abrazo.

-Querida, debes llamarme mami. ¡Mami Olga sue­na tan agradable!

La boda iba a celebrarse en una semana, en cuanto es­tuviesen hechos los preparativos y Hattie y Olive hubie­ran vuelto de la escuela de señoritas.

-No querrán volver a la escuela después de la boda -dijo mami Olga-. Ya han aprendido lo suficiente. Vi­viremos aquí, juntos, y entre todas haréis más ligera mi tristeza cuando mi marido esté fuera de viaje.

Siguió con la mirada a papá, que atravesaba el salón para asomarse a la ventana.

-¿Y quién me consolará a mí? -preguntó él sin vol­verse.

Las encarnadas mejillas de Madame Olga se sonrojaron. Estaba totalmente loca por él.

Él era la solicitud personificada, la ternura en perso­na. Ella era picara, coqueta y algo empalagosa. No podía pasar mucho rato en su compañía sin empezar a sentir unos horribles deseos de gritar. Por suerte, mi presencia no era requerida muy a menudo. Casi nunca me invitaban a casa de Madame Olga, y papá la mantenía lejos de la nuestra, que día a día iba vaciándose para poder pagar su deuda.

A mí no me importaban demasiado los muebles. Exceptuando la alfombra mágica, que Mandy y yo es­condimos una tarde en que papá estaba con su futura esposa. También rescatamos el mejor de los vestidos de mamá, porque Mandy aseguraba que yo crecería pron­to y me lo podría poner. Sin embargo, no nos atrevi­mos a tocar sus joyas. Papá se habría dado cuenta si hu­biese faltado una sola pieza. Además, ninguna podía igualarse al collar que Hattie me había quitado.

La semana transcurrió tranquila. Pasé aquellos días y aquellas noches con Mandy. Durante el día la ayudaba a cocinar y a limpiar. Por la noche le leía mi libro mágico, o conversábamos las dos en la cocina, delante del hogar.

Mis únicas salidas eran a los prados reales, para ver a Manzana. Esperaba encontrar allí a Char, pero los mo­zos de cuadra me dijeron que todavía estaba fuera per­siguiendo ogros.

La primera vez que había ido a ver a Manzana fue el día después de volver a Frell. Estaba bajo un árbol, con la vista fija en tres hojas marrones que pendían de una rama baja. Mientras lo observaba retrocedió, levantó la cabeza y fue a por una hoja que estaba lejos de su al­cance.

Era magnífico, desde los prietos músculos de su pa­tas traseras hasta la tensa línea que iba de la cadera a las pezuñas. Si Agulen lo hubiese visto habría modelado una de sus piezas inspirándose en su imagen.

Silbé. Él se giró y me miró. Le tendí una zanahoria y silbé una canción que hablaba de sirenas, las primas le­janas de Manzana. Cuando vio lo que le había traído sonrió y trotó hacia mí.

A los pocos días me dejó ya acariciarle la melena, y después siempre se acercaba cuando silbaba, aunque no tuviera ninguna golosina para darle. Poco después, en cuanto me veía se ponía tan contento como si le regalara una zanahoria. Empecé a confiar en él. Sus ojos grandes y atentos eran toda una invitación a la confianza, y la gracia que tenía al ladear la cabeza cuando le hablaba me hacía sentir que cada una de mis palabras era una revela­ción para él, a pesar de que no me entendiese.

-Hattie me odia, y me hace cumplir la primera orden que se le ocurre. A Olive le gusto, lo cual es una venta­ja. Mami Olga es odiosa. Tú y Mandy sois los únicos que me amáis, y tú el único que nunca me ordenarás nada.

Manzana observaba mi rostro, sus dulces y vacíos ojos se clavaban en los míos y sus labios se curvaban for­mando una sonrisa.

La boda tuvo lugar en el viejo castillo. Madame Olga quería que se celebrara en nuestra casa, pero papá la con­venció de que en el castillo todo resultaría más románti­co. Ella no pudo oponerse a aquel argumento.

Cuando llegamos, papá se fue a supervisar los deta­lles de la ceremonia y del baile de máscaras que se iba a celebrar después. Yo salí al jardín para ver los árboles-candelabro, que estaban desprovistos de ramas y pare­cían hileras de huesos.

El día era frío. Seguí adelante por la avenida de ol­mos, procurando no congelarme, y me coloqué la más­cara en un intento infructuoso de mantener la nariz caliente. No me importaba el frío, estaba decidida a per­manecer fuera hasta que hubiesen llegado los invitados.

Tenía ya los dedos de los pies y de las manos en­tumecidos cuando me lo replanteé y decidí que sería mejor entrar. En cuanto crucé la puerta, Hattie se aba­lanzó sobre mí, al tiempo que sus falsas trenzas se ba­lanceaban.

-¡Ela, te he echado mucho de menos!

Estuvo a punto de abrazarme, y temí que también a punto de susurrarme alguna orden al oído. Me aparté y la amenacé:

-Si hoy te atreves a dirigirme la palabra, Hattie, te arrancaré la peluca y se la enseñaré a todos los invitados.

-Pero...

-Ni una palabra -dije quitándome la capa. Me acer­qué al fuego y permanecí junto a él mientras crecía el murmullo de la conversación a mis espaldas. No había nada que me tentara a volverme. Las llamas eran mucho más interesantes que la conversación. Me pregunté qué hacía que el fuego brillara de tal forma.

-¿No vas a presenciar la boda? -me dijo alguien. Era Olive, que me tocó el hombro y luego preguntó-: ¿Puedo quedarme aquí, contigo?

El vestíbulo estaba silencioso y le respondí:

-¿No quieres ver la boda de tu madre? -Yo sí que­ría ver aquel horrible acontecimiento.

-No me interesa, prefiero estar contigo.

-Pues yo voy hacia allí.

Olive me siguió y nos sentamos en la última fila de sillas.

Papá y Madame Olga estaban de pie ante el canciller Thomas, que ya había dado inicio a la ceremonia. Su dis­curso me resultó familiar, porque usaba casi las mismas frases que pronunció en el funeral de mamá. Los presentes se las sabían casi de memoria. Algunos tosían, aburridos, y una señora que había al fondo roncaba plácidamente. Olive se durmió enseguida. Un hombre que había en nuestra fila desenfundó una navaja y empezó a limpiarse las uñas.

Sólo uno de los invitados estaba absorto, quieto en su silla, asintiendo ante cualquier afirmación trivial y sonriendo meintras se secaba las lágrimas de los ojos. Olí un perfume de lilas... ¡Era Lucinda!

No debía verme. Yo era la hija del novio, así que no podía seguir fingiendo ante ella que sólo sabía hablar ayortano. Lucinda se enfurecería si llegaba a saber que la había engañado. Decidí ponerme la máscara. Una vez terminada la ceremonia podría escabullirme aprovechando la confusión de las felicitaciones. Miré de nuevo hada, preparada para disimular si se volvía.

En cuanto sir Thomas hubo concluido Lucianda dio un salto y dijo:

-Queridos amigos –anunció mientras avanzaba hacia papá y Madame Olga-, nunca había asistido a una ceremonia tan conmovedora.

Sir Thomas sonrió.

-No lo digo por el discurso monótono de ese hombre... -se oyeron risas-, sino por el amor que ha unido a esta pareja, que ya no está precisamente en su primera juventud.

-¡Señora! –intervino Madame Olga.

Lucinda no la escuchó y siguió hablando:

-Soy Lucinda, el hada, y voy a otorgaros un don maravilloso.

Entonces Madame Olga pasó del enfado al placer; exclamó:

-¡Oh! ¡Un regalo mágico, y delante de toda esta gente! ¡Oh, querido Peter, qué divino!, ¿no?

Yo estaba a punto de escapar, pero al oír lo que dijo el hada me quedé paralizada.

Papá hizo una reverencia:

-Nos honra tu presencia.

-¡Es el regalo más maravilloso que puedo otorgar! Nadie puede decirme que es dañino o tonto -exclamó asintiendo con la cabeza, con gesto desafiante- El amor eterno. En tanto viváis os amaréis el uno al otro.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora