Capítulo 11

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Exceptuando a Areida, no tenía ninguna otra amiga en la escuela de señoritas. Sólo el grupo de Hattie fin­gía mostrarse amable, pero enseguida se dirigían a mí con el mismo tono de superioridad que ella. Y es que Hattie solía tratarme muy mal cuando había gente de­lante. El suyo era un grupo odioso, formado por ella y por dos chicas a las que llamaba sus íntimas: Blossom y Delicia. La primera era la sobrina y única heredera de un conde soltero. Sólo sabía hablar de la constante preo­cupación que sentía de que un día el conde se casara y tuviera un hijo que la reemplazara como heredera. Delicia, que era hija de un duque, casi nunca hablaba, y cuando lo hacía era para quejarse: que en la habitación había mucha corriente de aire, que la comida era ma­la, que la criada no la trataba como merecía su posi­ción social, que una de las chicas llevaba los labios pin­tados...

Las profesoras también me desagradaban. Al principio, cuando cumplía sus órdenes y me salían bien las cosas me mimaban, lo cual no me gustaba nada. Des­pués, cuando lo hacía todo a la perfección, dejé de ser la favorita. Hablaba lo mínimo, y las miraba a los ojos só­lo cuando no tenía más remedio. De modo que volví a mi antiguo juego.

-Canta más bajo, Ela. Podrían oírte desde Ayorta.

Entonces bajaba tanto la voz que resultaba casi inau­dible.

-No tan bajo. Queremos oír tu dulce voz.

Entonces volvía a cantar alto, aunque no tanto como al principio. La profesora de música tuvo que perder un cuarto de hora hasta conseguir que cantara al volumen adecuado.

-Levanten los pies, señoritas. Éste es un baile alegre.

Yo entonces subía las piernas hasta la cintura.

Y así siempre. Era un juego agotador, pero o jugaba a él o me sentía como una marioneta.

Hattie no le había contado a nadie lo de mi obedien­cia. Cuando tenía una orden para mí me citaba en el jar­dín después de la cena, para que nadie nos pudiera oír. La primera vez me ordenó que le preparara un ramo de flores. Por suerte, no sabía que yo era la ahijada de un hada, así que escogí las flores más fragantes y después busqué por el jardín alguna hierba que me resultara útil. La flor de Effel era una de mis favoritas. Si daba con ella a Hattie le saldría un sarpullido que le duraría una sema­na. No encontré ninguna porque casi todo eran hierbajos, pero cuando ya me iba vi una ramita de hierba de pantano. La coloqué junto a una rosa, con mucho cuida­do, para no aspirar su aroma.

A Hattie le encantaron las flores, y al verlas hundió la cabeza en el ramo.

-Son sublimes, pero...

A medida que el perfume de la hierba de pantano ha­cía su efecto, la sonrisa de Hattie se fue desvaneciendo y su expresión se volvió como ausente.

-¿Dejarás de darme órdenes? -le pregunté.

Ella respondió con un susurro:

-Sólo si dejas de obedecerlas.

Había perdido una oportunidad con aquella pregun­ta, y no tenía ni idea de cuánto tiempo duraría el efecto de la hierba de pantano. Pero mientras durase podría preguntarle cualquier cosa a Hattie, y ella siempre diría la verdad.

-¿Qué más puede hacer que dejes de incordiarme? -pregunté rápidamente.

-Nada -respondió pensativa-. La muerte.

-¿Qué órdenes tienes preparadas?

-Las pienso sobre la marcha.

-¿Por qué me odias?

-Porque no me admiras.

-¿Tú me admiras a mí?

-Sí.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora