Capítulo 13

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Me deslicé como una sombra por la casa, que dormía en silencio. Una vez en el jardín, dije adiós con la mano a los árboles que también dormían.Mientras caminaba, fueron apareciendo los primeros destellos de luz en el cielo. A las afueras de Jenn hice la primera compra del día al panadero: dos pastelillos de grosella y dos rebanadas de pan del viajero. Todo a cam­bio de la peluca de Hattie, que le pareció la más bonita que jamás había visto. Dijo que no había oído hablar de Uaaxee, pero que creía que hacia el norte había varias granjas de gigantes.

-He oído que hacen unas galletas tan anchas como mi cintura -comentó.

Después dibujó un mapa con la harina que había so­bre la tabla de amasar. El camino se bifurcaba después de Jenn. El de la derecha llevaba de vuelta a Frell y el de la izquierda era el que yo debía seguir para alcanzar mi pri­mera meta: el bosque de los elfos. Después llegaría a otra encrucijada, donde no debía tomar el camino de la iz­quierda porque llevaba a la tierra de los ogros. El de la derecha era el que conducía a las granjas de los gigantes.

Cuando las vacas fueran más grandes que los establos significaría que ya estaría cerca de mi destino.

Según aquel mapa no parecía que la granja de Uaaxee estuviese muy lejos. Mis dedos podían recorrer la dis­tancia en un periquete. El panadero calculó que el viaje debía de durar entre cinco y seis días en coche.

-¿Cuánto tiempo tardaré si voy andando?

-¿Andando? -dijo antes de soltar una carcajada-. ¿Andando? ¿Tú sola? ¿Con ogros y bandidos merodean­do por los alrededores?

Pasado Jenn anduve paralela al camino para que na­die me descubriese. No temía que Madame Edith hu­biera salido en mi busca, pues estaba segura de que ocul­taría mi desaparición el mayor tiempo posible y que es­peraría mi regreso. Me convencí de que el miedo del pa­nadero a los ogros y a los bandidos era exagerado, y de que un viajero solitario no era una presa que realmente valiera la pena. Sin embargo, debía desconfiar de los ex­traños; era necesario a causa de mi hechizo.

Me preguntaba si me encontraría con Char, que se­guramente iba de camino hacia los pantanos. Me gusta­ba pensar que él estaba cerca, aunque no tenía ni idea de si estaba por delante de mí, por detrás, o ni tan siquiera de si seguía la misma ruta que yo. Ya consultaría más adelante mi libro mágico, a ver si me proporcionaba al­guna información.

El camino no estaba muy transitado, y me sentía tan feliz de haberme escapado que no tenía miedo. Estaba li­bre de órdenes. Si quería comer mi desayuno bajo un arce, y ver cómo crecía el día bajo sus ramas, podía ha­cerlo, y de hecho lo hice. Si quería saltar, brincar o co­rrer, y deslizarme sobre las hojas mojadas por el rocío, podía hacerlo, y también lo hice. Y cuando me apetecía silbaba o recitaba poemas que inventaba sobre la marcha. Pasé dos días estupendos de aquella forma, los mejores desde que había muerto mamá. Vi un ciervo y liebres, y un día, a la hora del crepúsculo, juraría haber visto un ave fénix elevándose dejando tras de sí una este­la de humo.

Al tercer día empecé a perder la esperanza de llegar a la boda a tiempo, ya que ni siquiera había alcanzado el bosque de los elfos. Para tener alguna oportunidad de llegar a la boda debería haber pasado por el bosque el se­gundo día. Aunque existía la posibilidad de que el pana­dero se hubiera equivocado respecto a la distancia en­tre el bosque y la tierra de los gigantes. Quizá los dos lugares estaban más cerca entre sí de lo que él había cal­culado.

Al cuarto día terminé mi último bocado de pan. El paisaje había cambiado; grandes extensiones de arena y de matorral aparecieron ante mis ojos, y entonces empe­cé a perder la esperanza de llegar a tiempo. No estaría allí ni para cuando los esposos celebrasen su primer aniversario de boda.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora