Capítulo 27

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Aún seguían llegando invitados cuando mi carruaje se detuvo ante el castillo. Antes de salir, me aseguré detener la máscara bien sujeta.

Sólo había estado una vez en palacio, cuando de bebe me llevaron para presentarme ante el rey, pero desde en­tonces no había vuelto. El vestíbulo era dos veces más alto que el de Madame Olga. Las paredes estaban cu­biertas de tapices con escenas cortesanas, de cacería o pastoriles. A lo largo de las paredes, a izquierda y dere­cha, se alineaban columnas que llegaban hasta el fondo de la sala. Yo intentaba no parecer una boba, pero me sorprendí a mí misma contando las ventanas.

-Señorita -dijo un joven escudero que me ofrecía un vaso de vino. Me sentía feliz de no parecer una criada-. El príncipe está saludando a sus invitados. Aquí está la fila -indicó mostrándome una hilera de cortesa­nos, en su mayoría mujeres, que tenía su principio en la enorme puerta y terminaba al fondo, donde se hallaba el príncipe, que no era más que una figura lejana. Muchas de las mujeres se habían quitado la máscara, para que Char pudiera admirar sus hermosos ojos o sus perfiles clásicos-. Todas planean proponerle al príncipe que se case con ellas -añadió. Y finalmente, con una reverencia, dijo:- Baile conmigo, Madame. La fila puede esperar.

Era una orden.

Un grupo de músicos tocaba cerca de donde se halla­ba el príncipe, y tan sólo una docena de invitados había empezado a bailar.

-Encantada -respondí, intentando hablar en un tono de voz más grave del que era habitual en mí.

Mis ojos permanecieron lejos de los de mi pareja. Char sonreía a cada invitado dedicándole una reveren­cia, saludando con la cabeza o hablando con él. En una ocasión incluso rió. Hacerle reír era una de mis habilida­des. La damisela que lo consiguió era de mediana estatu­ra, delgada, rubia, con una melena ondulada que le lle­gaba hasta la cintura. Se había quitado la máscara, pero estaba de espaldas a mí y no pude verle la cara.

Hattie, Olive y Madame Olga no estaban en la fila. Quizá se hallaban en algún otro lugar de la estancia, co­miendo. Pero estaba segura de que Hattie volvería pron­to. No querría estar lejos de Char durante mucho tiempo.

La danza terminó justo cuando el reloj daba las diez menos cuarto.

-Gracias -le dije a mi pareja.

-Ningún paje o escudero puede acaparar esta noche la atención de una señorita -dijo él al despedirse.

Quedaban cerca de dos horas. Me senté en una silla junto a un rincón del vestíbulo, tan cerca de Char como me atreví.

Tres caballeros me invitaron a bailar, pero en las tres ocasiones decliné sus ofertas. Me había convertido en un par de ojos, que a través de la máscara observaban al príncipe. No necesitaba oídos, pues estaba a demasiada distancia como para oír su voz; ni palabras, porque estaba lejos también para hablar con él; ni tan siquiera pensamientos, los guardaba para más tarde.

Char inclinó la cabeza; yo adoraba aquel cabello pei­nado hacia atrás. Movió los labios y admiré su forma cambiante. Dio la mano a un invitado, y bendije sus de­dos. Una vez, el poder de mi mirada atrajo la suya. La aparté enseguida, y me di cuenta de que Hattie mero­deaba cerca de la fila de invitados, sus labios contraídos ya en una sonrisa aduladora.

Char habló con el último invitado.

¡El último! Mi decisión de pasar inadvertida se aca­baba de esfumar. La última en saludar al príncipe se­ría yo. Me levanté y me acerqué deprisa, antes de que Hattie lo abordara. Hice una reverencia y él me la devol­vió. Una vez erguidos, me di cuenta de que durante los últimos meses yo había crecido, y que ya no había tanta diferencia de altura entre los dos.

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