Capítulo 25

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Acerqué la carta a la vela y la volví a leer. Era tal mi aturdimiento que no me di cuenta de que mi dedo, sucio de hollín, había dejado marcas sobre el papel.

Me amaba. ¡Me había amado desde el momento en que me conoció!

Quizá yo no me enamoré entonces, pero ahora le quería igual o más que él a mí. Amaba su risa, su letra, su mirada, su honradez, sus pecas, su aprecio por mis bro­mas, sus manos, su determinación a que yo conociera sus defectos. Y aunque me dé vergüenza admitirlo, lo que más amaba era su amor por mí.

Coloqué con cuidado el candelabro y bailé dando vueltas por la pequeña habitación.

Podía casarme con Char, y vivir con mi amor. Podía abandonar a Madanie Olga y a sus odiosas hijas. Nadie me volvería a dar órdenes.

Aquélla era una solución inesperada a mis proble­mas. Lucinda me odiaría por haberme saltado mi obe­diencia. Incluso Mandy se sorprendería de aquella for­ma de romper el hechizo.

Saqué papel del escondite secreto que tenía en el fondo del armario. Debía contarle a mi amado Char lo que sentía. Sin embargo, el cabo de la vela vaciló y se apagó en cuanto empezaba a escribir: «Querido Char, amado Char, adorado Char.»

Me acosté pensando en levantarme tan pronto como hubiera suficiente luz para escribir, y luego me dormí pensando en la carta.

A medianoche me desperté; mi felicidad se había desvanecido. No podría escapar del encantamiento ca­sándome con Char, sino todo lo contrario. El hechizo pesaría aún más sobre mí, y su influjo le alcanzaría tam­bién a él.

Imaginé que mi necesidad de cumplir órdenes fuera descubierta. La familia de Char lo sabría tarde o tempra­no, y se aprovecharía de ello para acrecentar su fortuna y su posición social. Pero aquello no sería lo peor. Algún enemigo de Kyrria podría usar mi hechizo para propósi­tos malignos. En manos desalmadas, yo podía convertir­me en un arma poderosa. Podrían obligarme a revelar secretos de Estado, incluso podrían ordenarme que ma­tara al príncipe.

Y yo estaba completamente convencida de que mi se­creto se iba a descubrir. En la corte habría ojos y oídos alerta ante cualquier indicio. Sería imposible engañar a todo el mundo.

¿Qué podía hacer? Mamá me había ordenado que no contara lo del hechizo a nadie, pero Mandy podía darme la orden contraria para que se lo dijera todo a Char. Él podría entonces tomar sus precauciones. Sí. Se lo conta­ría a Mandy. La tenía que despertar enseguida. Me in­corporé en la cama, feliz de nuevo.

Pero al momento volví a caer en la desesperación. ¿Qué clase de precauciones podría tomar Char? Podría hacer que nadie me hablase ni me escribiera. Y podría encerrarme, eso quizá funcionase. Pero entonces ten­drían quedarme de comer, vestirme, traerme leña para el fuego... Sería una carga similar a uno de los hechizos de Lucinda. ¿Y qué pensarían los habitantes de Kyrria de tener una reina ermitaña? ¿Cómo me sentiría yo, en­cerrada como Rapunzel en su torre? Además, cualquier precaución sería insuficiente.

Podía pedirle a Char que renunciase a la corona en favor de su hermana. Si no fuese rey no tendría proble­mas por mi culpa. Pero ¿cómo podía pedirle algo así?, ¿cómo iba él a aceptarlo? Además, el problema seguiría existiendo, y su hermana estaría también amenazada.

Otra posibilidad era mantener el matrimonio en se­creto. Pero era absurdo intentar guardar un secreto así.

Intenté buscar otras soluciones, pero no se me ocu­rrió ninguna. Mientras estuviera hechizada no podía casarme con Char. Si consiguiera romper el encanta­miento, aunque tardase un mes o veinte años, iría en su busca, si aún estaba a tiempo. No me importaba cuánto tiempo hubiera de pasar, ni lo que tardara en conseguir­lo. Pero en aquel momento mi única opción era conven­cer a Char de que me olvidara.

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