Capítulo 9

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Cruzamos ricas tierras de cultivo y ganado en nues­tro último día de viaje hacia Jenn, donde se encontraba nuestra escuela. El día era caluroso y había niebla. Sentía demasiado calor como para tener hambre, y Hattie tan sólo era capaz de ordenarme una cosa: que la abanicase.

-Abanícame a mí también -se quejó Olive. Había comprendido que cuando Hattie me ordenaba algo yo lo hacía, y que si ella me daba órdenes también obede­cía. Hattie no intentó explicarle en ningún momento el porqué de mi obediencia. De hecho, no se molestaba en explicarle casi nada a la torpe de Olive, y seguro que dis­frutaba al guardarse aquel delicioso secreto para ella sola.

Me dolían los brazos y el estómago me hacía ruido. Miré por la ventana y vi un rebaño de ovejas. Buscaba al­guna distracción que me hiciera olvidar el hambre y mi deseo se cumplió al instante, pues los caballos que tiraban del coche emprendieron de pronto un alocado galope.

-¡Ogros! -gritó el cochero.

Aunque la nube de polvo que se había levantado de­trás de nosotros apenas nos dejaba ver el camino pude distinguir una banda de ogros que nos seguía de cerca. ¿Los estábamos dejando atrás? La nube de polvo parecía alejarse.

-¿Por qué huís de vuestros amigos? -gritó uno de ellos, con la voz más dulce que jamás había oído-. Te­nemos lo que vuestros corazones desean: riqueza, amor, vida eterna...

¡Deseos! Enseguida pensé en mamá. Los ogros po­drían devolverle la vida. ¿Por qué huir de lo que más de­seaba?

-Más despacio -ordenó Hattie, innecesariamente, pues el cochero ya había frenado a los caballos.

Los ogros estaban tan sólo a unos metros. Al no ha­ber sucumbido a su magia, las ovejas balaban atemoriza­das. Como de pronto sus balidos no nos dejaban oír las dulces palabras de los ogros, y durante unos instantes se rompió la influencia que ejercían sobre nosotros, fui consciente al instante de que aquellos seres no podían devolverme a mamá.

Los caballos volvieron a ser fustigados para que galo­pasen más deprisa. Pero enseguida nos alejamos del reba­ño y volvimos a estar bajo el poder de los ogros. Les dije a Hattie, a Olive y al cochero que gritasen todo lo que pudiesen para no oír a los ogros. El cochero lo entendió al instante y unió su voz a la mía, con palabras que yo jamás había oído. Después Hattie se puso a gritar:

-¡A mí comedme la última!

Pero fue Olive la que nos salvó. De pronto soltó un bramido que parecía no tener fin, y que no cesó hasta que llegamos a las primeras casas de Jenn. Entonces los ogros desaparecieron de nuestra vista y recuperamos to­dos la calma.

-Cállate ya, Olive -dijo Hattie-. Nadie va a co­mernos. Me estás dando dolor de cabeza.

Pero Olive no paró hasta que el cochero detuvo a los caballos, se asomó dentro del coche y le dio una bofetada.

-Perdóneme, señorita -se disculpó, y volvió luego a su sitio.

La escuela de señoritas era una vulgar construcción de madera. Si no hubiese sido por los enormes arbustos en forma de damas con faldas, que ornamentaban el lu­gar, habría pensado que se trataba de la casa de cualquier comerciante no demasiado próspero. Sólo esperé que las raciones de comida fuesen generosas.

Cuando bajamos del coche se abrió la puerta, y una mujer muy tiesa y de pelo gris se acercó, contoneándose, hasta nuestro carruaje.

-Bienvenidas, señoritas -dijo haciendo una reve­rencia. Luego, señalándome a mí, preguntó-: ¿Quién es ésa?

Me apresuré a responder antes de que Hattie me pre­sentara a su manera.

-Soy Ela, Madame. Mi padre es sir Peter de Frell. Ha escrito esta carta para usted -dije mientras sacaba la carta y la bolsa con el dinero.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora