Capítulo 28

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Fui hasta casa. Por un lado pensaba que me había comportado como una tonta, pero por otro era feliz. Una vez en mi habitación, abrí el libro mágico para ver si me mostraba algo acerca del baile y de los pensamientos de Char, pero no encontré nada. A la mañana siguiente lo intenté de nuevo, y encontré un fragmento de su dia­rio en que hablaba de la noche anterior.

¡Qué atrevida! Aquel adefesio de Hattie corrió hacia mí en cuanto Dela se marchó. «Algunas mu­chachas -dijo- harían cualquier cosa para con­quistar a un hombre. Yo no podría llevar una mas­cara sólo para parecer interesante.» Ademas me advirtió que la máscara podía ocultar algo horrible; una deformidad, una edad avanzada, el rostro de una criminal conocida. «Si yo fuera soberano –añadió- ­le hubiese ordenado que se quitase la mascara.»

Me hubiera gustado responderle: «Si fueras sobe­rano, todos tus subditos desearían que llevaras tu una, para no verte la cara.»

En realidad, yo también me pregunté por que Dela escondía su rostro, pero quizás ésa es la costum­bre en Bast. Y si es una criminal, demuestra su valen­tía asistiendo a un baile. Quizá sí esté desfigurada. O quizá tenga una cicatriz, o un párpado caído, o la nariz llena de verrugas. Pero no importa, soy feliz de haber encontrado una amiga en estos bailes, don­de sólo pensaba encontrar aburrimiento.

¿Querrá Ela Dela algo más que una simple amis­tad? ¿Por qué he escrito ese nombre?

¿Asistió quizás a esos bailes para casarse conmi­go, como hacen otras chicas? (Tal vez no le importa mi aspecto ni mi carácter, sino sólo el hecho de que sea un príncipe.)

Lo confieso: tengo muchas ganas de ver su rostro.

Cuando di la vuelta a la página encontré una nota de Olive.

Me deves 6, Hattie. Vailé con el dos beces kuando tu komias. Págame.

Por la tarde salí de la casa y fui al invernadero, que está cerca de donde se encuentran las fieras. Allí reco­gí algunas margaritas, y tejí una corona con ellas para reemplazar la diadema de Lucinda. Si tenía que perma­necer en el baile después de medianoche, no podía llevar las joyas de Lucinda.

Mi vestido para el último baile era mi favorito; total­mente blanco, con un cuello bajo ribeteado de encaje. La falda se abría por delante para dejar ver una enagua con tres volantes, también de encaje. Por detrás, la falda ter­minaba en un gran volante que parecía flotar con el gracioso movimiento que describía la cola.

Me miré en el espejo y empecé a colocarme la guir­nalda en el pelo. Entonces llegó Mandy y me detuvo.

-Espera. Aquí tienes algo mejor, cariño -dijo mien­tras me ofrecía dos paquetes envueltos en papel de se­da-. Ábrelos.

Se trataba de una diadema de hojas de plata entrete­jidas, y de una cadena de plata de la que colgaba un la­pislázuli.

-¡Oh, Mandy! -exclamé.

-Los compré en el mercado, y éstos no desaparece­rán a medianoche -aseguró, y a continuación me colo­có la diadema en la cabeza y la cadena en el cuello-. Tú los haces parecer aún más hermosos, cielo.

Me miré en el espejo. Las joyas de Mandy tenían algo de lo que adolecían las de Lucinda; eran las más adecua­das para mí, y también para el vestido que llevaba.

Char me esperaba en la entrada de palacio. Cuando el carruaje llegó, el príncipe se acercó a ayudarme, antes de que el cochero bajara del pescante. El reloj dio en aquel momento las ocho y media, la hora del comienzo del baile.

-Estás maravillosa -dijo inclinándose.

Su galantería me emocionó, porque sabía que Char no estaba seguro de cómo era mi rostro.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora