Capítulo 10

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Una doncella me condujo hasta un pasillo lleno de puertas pintadas en diferentes tonos pastel. Una placa en cada puerta indicaba el nombre de la habitación. Pasa­mos junto a la del «tilo», la de la «margarita» y la del «ópalo». Nos detuvimos ante la puerta donde se leía «lavanda» y la chica abrió la puerta.

Por un momento olvidé que estaba hambrienta. Me invadió una nube de luz violeta, que iba desde los tonos rosados hasta otros más próximos al azul pálido. No ha­bía ningún otro color en la habitación. Las cortinas eran como serpentinas ondulantes, movidas por el aire que levantó la puerta al cerrarse. Bajo mis pies descansaba una alfombra de nudos que representaba una enorme violeta. Las cinco camas estaban cubiertas por colchas de seda, y los cinco escritorios estaban pintados a rayas si­nuosas de color lila claro y oscuro.

Tenía tanta hambre, y me sentía tan desamparada, que me hubiera echado sobre la cama para llorar, pero aquéllas no eran camas muy adecuadas para ello. Había una silla de color violeta junto a una de las ventanas, así que me dejé caer en ella.

Si no moría de inanición, antes tendría que pasar allí bastante tiempo, con aquellas odiosas profesoras y con Hattie dándome órdenes todo el día. Contemplé el jar­dín de Madame Edith hasta que el cansancio y el hambre me vencieron y me dormí en la silla.

-¡Eh, Ela! Come esto.

Un susurro me despertó de mi sueño de faisanes asa­dos rellenos de castañas. Alguien me sacudía el hombro.

-¡Despierta, Ela, despierta!

Como era una orden abrí los ojos de inmediato, y vi que Areida me ponía un panecillo en las manos.

-Es todo lo que he podido conseguir. Anda, cóme­telo antes de que vengan las otras.

Me comí aquel suave y blanco panecillo en dos boca­dos y me supo a poco, pero ya era más de lo que había tomado durante aquellos días.

-Gracias, Areida. ¿Duermes aquí? -pregunté.

Ella negó con la cabeza.

-¿Dónde?

Entonces la puerta se abrió y entraron tres chicas.

-¡Mirad! Dios las cría y ellas se juntan.

La que hablaba era la alumna más alta de la escuela. Pronunciaba las consonantes imitando el acento de Areida.

-Ecete iffibensi asura edanse evtame oyjento? («¿Es así como se comporta la gente en una escuela de señori­tas?») -pregunté a Areida.

-Otemso iffibensi asura ippiri («A veces es mucho peor»).

-¿Tú también eres de Ayorta? -me preguntó la chica alta.

-No, pero Areida me está enseñando su bello idio­ma. En él tú serías una ibwi unju -es decir una «chica alta».

No conocía ningún insulto en ayortano. Sin embar­go, Areida se rió muchísimo con mi ocurrencia, dando así la impresión de que ése era el peor de los apodos. Yo también me reí y Areida cayó sobre mí y entre ambas hi­cimos temblar la silla violeta.

Madame Edith, la directora, entró a toda prisa en la habitación y dijo:

-Jovencitas, ¿qué es lo que estoy viendo?

Areida se levantó pero yo permanecí sentada. No podía dejar de reír.

-Mis sillas no están hechas para eso. Además, seño­ritas, nunca se deben sentar dos personas en una silla. ¿Me has oído, Ela? ¡Basta ya de risas tontas!

Dejé de reír de golpe.

-Eso está mejor. Como hoy es tu primer día aquí pasaré por alto tu comportamiento, pero confío en que mañana mejore. -Madame Edith se volvió hacia las otras y gritó-: ¡Venga, poneos el camisón, jovencitas! Los brazos de Morfeo os esperan.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora