Capítulo 8

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Hattie no sabía nada ni de Lucinda ni del hechizo, pero lo que sí había comprendido era que yo siempre obedecería sus órdenes. De hecho, después de que le lanzara la bola de polvo a la cara se había limitado a son­reír maliciosamente. Sabía que tenía mucho más valor el poder que ella acababa de adquirir que mi afrenta.

Me retiré a un rincón del coche y me puse a con­templar el paisaje. Hattie no me había ordenado que le quitase el collar. ¿Y si se lo sacaba por la cabeza, o se lo arrancaba del cuello? Prefería que estuviese roto a que ella lo tuviera.

Lo intenté. Ordené a mis brazos que se movieran y a mis manos que lo agarraran. Pero el hechizo no me deja­ba. La única forma de lograrlo habría sido que alguien me lo hubiese ordenado, puesto que yo sola no podía desobedecer una orden. Intenté acostumbrarme a ver el collar en el cuello de Hattie. Cuando yo lo miraba, ella lo acariciaba satisfecha.

Al cabo de un rato se durmió, con la boca entreabier­ta, y empezó a roncar. Entonces Olive aprovechó para sentarse a mi lado.

-Yo también quiero un regalo como prueba de nues­tra amistad.

-¿Por qué no me das tú algo a mí? -contesté.

Frunció el ceño.

-No, no. Tienes que dármelo tú.

-¿Qué te gustaría? -pregunté ante la obligación de cumplir una orden.

-Quiero dinero.

Tal y como había prometido, papá me había dado una bolsa llena de KJs de plata. Tomé mi maletín y le di una moneda.

-Aquí tienes. Ahora ya somos amigas.

Ella escupió sobre la moneda y luego la frotó para que brillara.

-Ahora sí que somos amigas -concluyó. Volvió a su sitio y se acercó la moneda a los ojos para verla bien.

Yo miraba a Hattie, que seguía roncando. Probable­mente estuviera soñando en lo que me ordenaría des­pués. Luego miré a Olive, que se pasaba el canto de la moneda por la frente y luego por la nariz. Tenía ganas de llegar a la escuela, por lo menos allí tendría otras compañeras.

Al poco rato Olive también se durmió. Sólo cuando estuve segura de que las dos dormían profundamente me atreví a sacar de mi bolsa el libro de cuentos que me ha­bía regalado Mandy. Me puse de espaldas a ellas, para ocultar el libro y aprovechar la luz que entraba por la ventanilla.

Cuando abrí el libro, en lugar de un cuento de ha­das encontré una ilustración en la que aparecía Mandy. Estaba cortando un nabo a trocitos, con el que des­pués cocinaría el pollo que aquella misma mañana había desplumado. Estaba llorando. Comprendí que se había contenido al abrazarme. La página se volvió borro­sa porque mis ojos también se llenaron de lágrimas, aunque no quise llorar ante Hattie y Olive, a pesar de que estuvieran dormidas.

Si Mandy hubiera estado en el coche conmigo me ha­bría abrazado, y entonces habría podido llorar tanto co­mo hubiese querido. Me hubiera dado unos golpecitos en la espalda y me habría dicho...

No, aquellos pensamientos no debían hacerme llorar. Si Mandy hubiera estado allí me habría dicho que podía ser maravilloso usar la magia para convertir a Hattie en un conejo. Y entonces yo me preguntaría de nuevo para qué sirven las hadas si no es para usar la magia.

Aquello me ayudó. Me aseguré de que mis compañe­ras de viaje continuasen dormidas y entonces pasé la pá­gina del libro. Mostraba la imagen de una habitación, probablemente en el castillo del rey Jerrold, ya que Char estaba allí y el escudo de Kyrria estaba pintado en la pa­red, sobre un tapiz. Char estaba hablando con tres de los soldados que habían vigilado a los ogros.

El mundo encantado de ElaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora