capítulo 4

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Miriam amaneció con un dolor corporal bastante agudo. Y digo corporal porque no podría resaltar alguna parte en concreto, la dolía todo en general. La cabeza, la cara, los costados, las espalda... En otro momento hubiera definido aquello como una resaca que se le podía haber ido de las manos, pero el sabor a hierro en su boca, y el olor a hospital que comenzaba a distinguir le dijo que no era de copas de lo que se había pasado. Tal vez de bravura en el momento menos idóneo.

Abrió con esfuerzo los ojos, intentando enfocar el lugar. Al momento se dio cuenta de que aquello no era un hospital cualquiera, sino la enfermería de la cárcel, y para su desgracia, sí, seguía en la cárcel, aquello no era una pesadilla de casi un mes de duración ya.

Imágenes de la noche anterior iban llegando escalonadamente a su mente haciendo que la gallega se incorporase bruscamente, sintiendo punzadas de dolor en su abdomen, por no hablar de su cabeza. Miró hacia los lados revisando las cinco camillas restantes de aquel lugar, pero en ninguna estaba Kabila, es más, estaba sola, allí no había nadie, ni se escuchaba un solo ruido.

— Hombre... Si ya te has despertado... —comentaba sonriente y sorprendido el doctor nada más entrar a la sala y divisar a Miriam sentada en la camilla, sobresaltándola— Encantado, soy Rojas, el jefe de servicios médicos de este lugar encantador. —le ofrecía la mano. Miriam se la estrechó.

— Encantada. —se limitó a decir Miriam algo confusa— No quiero parecer irrespetuosa, pero... ¿no eres muy joven para ser médico?

— Bueno... Tengo treinta y cinco años. —la gallega se sorprendió. Físicamente no le echaba más de veinticinco. Era un chico atractivo. Pelo muy corto, moreno de piel, barba bien cuidada y ojos pardos. El chico rió ante el gesto de asombro de la gallega, y comenzó a fijarse mejor en las heridas de su rostro— Cuéntame, ¿qué te duele?

— Acabo antes si te digo que lo único que no me duele son las piernas.

— Bueno, eso es buena señal, vas a poder seguir andando. —dijo bromeando— Coge aire por la nariz. —le pidió.

— Me cuesta bastante, y me duele el costado también.

— ¿Te duele aquí? —dijo presionando levemente la nariz de la gallega.

— ¡Hostia neno! Sí, sí duele. —se quejó separándose bruscamente.

— Vale, bueno, tienes el tabique fracturado. Lo bueno es que no es del todo grave por lo que no hará falta que te intervengan. —la informaba— Vamos a ver ese dolor del costado... ¿Puedes levantarte la camiseta?

Miriam obedeció y el chico comenzó a pasar sus dedos por el costado de la gallega de forma profesional. Presionaba en algunos puntos notando como la rubia emitía algún quejido.

— También tienes fracturada una costilla. Y por lo que tuviste que recibir, da gracias de que solo sea una. —dijo quitándose los guantes.

— ¿Y ya está? —preguntó Miriam anonadada.

— ¿Te pasa algo más?

— No, no sé, ¿tan rápido diagnosticas?

— Es que esto es lo típico aquí, llevo tres meses y siempre es lo mismo. —comentó alzando sus hombros— ¿Y qué has hecho? Eres nueva, ¿verdad?

— El gilipollas hice. —apuntó volviéndose a recostar en la camilla.

— Bueno, como intuyo que no me vas a contar que pasó, voy a llamar para que te traigan un recambio de ropa, porque verte así asusta. —dijo refiriéndose a las manchas de sangre de su uniforme— Te informo de que te vas a quedar aquí unos días, necesitas reposo absoluto para que esa costilla se recupere. Y ahora te traigo algún antinflamatorio. Menos mal que Doblas te puso hielo anoche, sino ni me quiero imaginar como tendrías la cara.

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