Capítulo XXXII

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En cierto momento del trayecto, Shoto se rindió ante el cansancio y cayó dormido pacíficamente, con la cabeza apoyada a medio camino entre el vidrio de la ventana y el respaldo del asiento. Ni siquiera mientras reposaba perdía su expresión característica, tallada en sus facciones con cincel divino. Si no hubiese sido por el relajado subir y bajar de su pecho, cualquiera habría podido pensar que su alma había abandonado el recipiente que era su cuerpo. La naturaleza reservada y respetuosa de Momo la obligó a resistir la tentación de mirar el pacífico rostro junto a ella.

Se resistía a cerrar los ojos. Temía que el autobús condujese más allá de la parada donde debían apearse si se tomaba la licencia de bajar la guardia. Hacía ya bastante que cabeceaba por el cansancio cuando el autobús entró en la estación de Hinohara y aparcó en el espacio marcado con el número cinco. Habían llegado a su destino.

La grisácea frialdad de las horas más tempranas de la mañana se había disipado casi por completo. Bajo la luz clara de un Sol para entonces benigno, Momo había podido observar desde su asiento los montes de la región, coloreados de verde por la presencia de un millar de copas de árboles. Las grises siluetas de los más lejanos se recortaban sobre el cielo y, de vez en cuando, eran envueltos por el manto de una nube y recubiertos por su etérea blancura. Con un vigor renovado, una expresión de contento se dibujó en su rostro cuando el vehículo frenó y las puertas se abrieron.

Al despertar de su profundo sueño, Shoto tuvo que recorrer la escena entera con la mirada – el autobús parado, pasajeros dejando sus asientos, Momo pasando la mano por su brazo para hacerle abrir los ojos – antes de darse cuenta de que había concluido el camino. Ella se levantó y abrió el compartimento superior para sacar los dos bultos que habían llevado consigo. Shoto también abandonó su asiento al ver, como una fotografía congelada tras una pantalla, las coloridas elevaciones naturales del paisaje. Tuvo entonces la aplastante certeza de que lo había logrado; había huido de la maldición de Musutafu. Había completado un trayecto que, aunque tan solo hubiese supuesto unas pocas horas, días atrás le había parecido comparable al viaje de Ulises; una Odisea invertida, podría decirse, pues su intención no era regresar al hogar, sino decirle adiós para siempre en pos de una nueva tierra.

Y allí estaba, su particular Tierra Prometida, la parcela del mundo que había sido reservada para aliviarle por fin del sufrimiento sobre sus hombros.

Dejó de contemplar admirado el panorama cuando una mano le tendió la bolsa de deporte que le pertenecía.

- Vamos, tenemos que bajar.

Sonrió sin quererlo.

- Hemos llegado – dijo con voz cansada -. Somos libres; estamos en casa.

Las palabras no eran precisas, pero la curvatura de sus labios completaba la escasez de su expresión oral. Momo le devolvió una sonrisa similar; Shoto estaba recuperando poco a poco una humanidad que había mantenido apartada durante años. Ahora era capaz de pensar por sí mismo, obrar por su mano y errar a voluntad; ahora era un liberto con ansias de conocer hasta donde podía alargarse el brazo de las posibilidades. Con toda la Tierra como patria y solo su condición mortal frenándole, había llegado la hora de que Shoto empezase a vivir. Y aquellas montañas simbolizaban para él el primer paso, el primer lugar a conquistar.

Antes de hacer cumbre, debían encontrar un lugar donde alojarse.

Con escasos medios y un desconocimiento casi total de la zona, vagaron por las calles de Hinohara durante algo más de media hora. Edificios de estilo tradicional se repartían a ambos lados de la carretera y sobre ellos asomaban las espesuras de los montes y sus valles. Apenas había una decena de personas por la calle, ocupados en sus asuntos diarios. No se oía nada similar a los fuertes ruidos de Musutafu o de Tokio; los coches que ocasionalmente pasaban tan solo emitían un murmullo momentáneo al alejarse por la vía casi desierta. Incluso el aire parecía haberse hecho más ligero, más inclinado a dejarse respirar que los toscos y poco amables nubarrones pesados del lugar de donde venían.

- ¿Crees que tenemos posibilidad de encontrar un sitio donde alojarnos cerca de aquí? – preguntó Momo.

- No lo sé – replicó él -, pero lo que sí sé es que tenemos todo el tiempo del mundo.

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