𝐗𝐗𝐕. 𝐑𝐨𝐦𝐞𝐫𝐨, 𝐭𝐨𝐦𝐢𝐥𝐥𝐨 𝐲 𝐥𝐚𝐯𝐚𝐧𝐝𝐚

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9 de agosto de 1931

No sé por dónde empezar. Ha pasado casi un mes desde mi última entrada y, ciertamente, no estoy orgullosa de haber dejado de lado mis crónicas pues ahora me hallo ante la odisea de relatar todo lo que ha sucedido desde el trece de julio, confiando en que mi memoria no descarte ningún recuerdo por más nimio que éste sea.

Comenzaré diciendo que hoy es domingo en la tarde y acabo de llegar a la casa de Ada después de pasar cuatro días en cama, en Arrow House, la mansión de Thomas. Sé, diario mío, que si gozaras de alguna clase de consciencia, en este momento te encontrarías confundido: ¿cómo puede ser que después de lo sucedido aquella lejana noche de julio en el oscuro Small Heath, diga sin tapujos ni vergüenza, que hasta hace un rato me encontraba en la casa Thomas, recibiendo atenciones de sus sirvientes como si, de repente, fuese yo su esposa?

Sé que lo que estoy escribiendo no tiene ni pies ni cabeza pero créeme que verás las cosas menos claras cuando confiese que vengo de la casa de Thomas porque las inclemencias nos obligaron a regresar allí. De ser por nosotros dos, seguiríamos prófugos en los espesos bosques de Gales, en aquella caravana, despreocupados, plenos y felices, tal como lo fuimos por una semana entera.

Después del trece de julio, pasé diecisiete días en donde no supe absolutamente nada de Thomas y no puedo manifestar en palabras la congoja inmensurable que me generó aquello.

Había abierto mi corazón ante los ojos de ese hombre y lo único que recibí por respuesta fue la distancia más gélida que he vivido jamás: no volvió a aparecerse por la librería, ni por la casa de Ada. Tampoco llamó ni preguntó por mí a su hermana. Creí con firmeza que lo había perdido para siempre e incluso llegué a culparme por la brutalidad con la que expuse mi amor hacia él. Me pregunté muchísimas veces, mientras pasaba las horas muertas en la librería, si quizás tendría que haber sido más cuidadosa, dado el hombre perturbado que es Thomas, y lo insegura que siempre he estado con respecto de sus sentimientos hacia mí.

"Tenemos algo", me había dicho la primera vez que nos acostamos, enfatizando en el detalle de que él no sabía muy bien qué era ese "algo". No era simple lujuria pero tampoco era amor. Estaba segurísima de que no era amor y, sin embargo, en un impulso que no supe controlar, lo hice conocedor de lo profundo que era mi afecto haciendo que, quizás, él percibiese que no podía darme lo mismo y decidiera alejarse. De todas formas, sabía que no lo hacía con maldad: al no haber una igualdad en nuestros sentimientos, debió de haber pensado que enfriando la relación me ahorraba muchos disgustos.

No hace falta que diga que logró exactamente lo contrario.

Lloré todas las noches del trece de julio en adelante. Lloré hasta que la almohada se empapaba y tenía que darle la vuelta. Lloré hasta quedarme dormida, agotada a causa de mi propio sufrimiento. Lloré y no hice más que llorar. Lo hice en silencio y a los gritos cuando me encontraba sola en casa. Lo hice en la cama y en la bañera; en el sofá, en la mesa del comedor, en la librería cuando Millie se echaba la siesta en el depósito. Me lamenté y culpé un millón de veces pero por encima de todas las cosas, me sentí una imbécil.

Fue por eso mismo que no volví a escribir aquí. No fue porque no tuviera nada que contar, sino que mis miserias me apenaban sobremanera y el recordar lo que hace un par de entradas supe decirme, me autoinducía una vergüenza intolerable.

"Amo a Thomas, es verdad, pero más debo de amarme a mí misma"

Las cosas dieron un giro drástico el 29 de julio y es en este punto en donde debo aclarar que, sino relaté mis memorias, fue porque no tenía el diario conmigo, ni poseía nada en lo que pudiese escribir.

𝐁𝐎𝐑𝐍 𝐓𝐎 𝐋𝐎𝐒𝐄 | Tommy Shelby  x  OCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora