3. LA FIESTA

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—Perdón, no quise asustarla —se inclinó hacia ella para que lo escuchara.

La chica se levantó y puso distancia de ese hombre que por fin sabía quién era.

Esa noche, Roman vestía un traje gris informal con camisa blanca. Su barba había crecido un poco más y por fin veía en él los rasgos de El Rey.

El hombre pudo aspirar un delicado perfume que le recordó el jardín que compartían. Un loco pensamiento atravesó velozmente su ser entero.

—No se preocupe, no me asustó. No soy tan impresionable —respondió y se abofeteó mentalmente al instante. Debo estar en mis días sensibles, se dijo al verlo como un delicioso manjar al que quería pegarle un mordisco.

—Así que planeó una fiesta y no me invitó —respondió separándose de él para caminar, haciendo que la siguiera. Lo miró sobre su hombro desnudo. Complacida, supo que tenía toda su atención.

Nuevamente tuvo una discusión mental.

¿Para qué quiero su atención? ¡Éste hombre no me interesa! ¡Todos son iguales! ¡Malos amantes, insensibles y sólo quieren meterte su miserable y floja miniatura!

Se rió consigo misma al recordar que en su último intento de estar con alguien, la sorprendió con esa tontería de que quería que le llamara a su remedo de erección con un nombre ridículo.

—Dejé una invitación en todos los buzones y puertas —contestó su inquietud—. ¿Revisó el suyo?

Miranda miró sus anchos hombros. Las manos le cosquillearon y entrelazó las manos. Eran tan amplios que le impedían ver otra cosa que no fuera su cuerpo. Esos músculos divinos lograban perturbarla cada vez más. Levantó la vista a su rostro, buscando un defecto físico o un cabello fuera de lugar. Se encontró con su sonrisa amplia y franca.  Simplemente le arrebató el aliento, al grado de que se sintió nuevamente mareada.

—Creo que no... — musitó entrecerrando la mirada—. Será mejor que regrese —susurró, pero con la música tan fuerte, él apenas la escuchó.

Roman dió un paso hacia ella que iba de espaldas. Miranda se sacudió. No era buen momento para enfrentar al enemigo. Las piernas se le doblaron, por los altos tacones en el césped. Se iba a ir de espaldas cuando los largos brazos de Roman rodearon su cintura frágil y la atrajo contra su torso. Miranda se aferró de sus bíceps.

—¡Por Dios qué brazos!  —pensó en voz alta.

—¡Miranda! —dijo asustado, luego comprendió lo que dijo y se acuclilló en una rodilla. Se rió un poco y la jaló sobre su pierna para que se sentara. Su risa se hizo más fuerte.

Miranda rodeó sus hombros tratando de recuperarse de la vergüenza y de ignorar la sensación de su trasero contra el muslo firme de ese hombre que además olía a su perfume favorito: a macho.

¡Carajos, Miranda, deja de portarte como lo que críticas!
Pero es tan... lo miró embelesada.

Roman se topó con sus ojos azules. La chica despertó de su momento lascivo y se apartó de él. Fingió calma y se pasó las manos por los brazos.

—Será mejor que se levante, va a manchar su traje.

La miró arrodillado. Aún así, seguía siendo alto junto a ella.

Nuevamente buscó poner distancia entre ella y sus instintos primitivos. Tenía seis meses sin sexo... en realidad un año... más de un año... ¡Mierda! Era una perdedora para las citas, pues solía juzgar demasiado a quienes se le acercaban.

—¿Qué pasa? —le preguntó al verla tan pensativa.

—N... nada... No sé, de pronto me mareé — se llevó una mano a la cabeza y pensó en las dos copas de vino que se tomó. Eso debió haber liberado su ser primitivo.

MIRANDA BUSCA NOVIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora