Capítulo III.

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Las gotas de la lluvia nos sorprenden a media tarde. Todo es oscuro excepto la ropa y los paraguas de la gente que le da un poco de alegría al ambiente. Veo sonrisas, pasos alegres y enérgicos, veo niños saltando en los charcos y me pregunto por qué relacionamos tanto la lluvia con la tristeza. Sí, se asemejan mucho a nuestras lágrimas pero los humanos también sabemos llorar de alegría.

En los días de lluvia, cuando mi prima vivía a tres casas de mí, cogíamos nuestros chubasqueros y nos adentrábamos en la lluvia. Cantábamos, saltábamos y hacíamos esas cosas que hacen las niñas de diez años. Cuando volvíamos a casa estábamos empapadas y embarradas hasta los ojos. Recuerdo lo que nos decía nuestra abuela paterna cuando nos veía quitarnos las botas. “No podéis alegraros tanto ante las lágrimas de Dios”. El sentimiento de culpabilidad avasallaba al de alegría. Años después supe cómo se originaba la lluvia y me hice atea.

  —Paso.

  —Vamos, Gabriel. Solo son unas gotas —se queja Olga.

  —¿Tienes miedo de que el agua estropeé más tus roñosas botas? —se burla Anís.

  —Estas botas resistirían hasta una bomba nuclear —dice Gabriel con orgullo.

  —Claro, tienen complejo de cucaracha —dice Natalia.

La discusión se alarga y se alarga. Nadie sabe qué hacer y por una parte pienso que es por mí. Tal vez ahora estarían haciendo una orgía o fumándose un porro. Esa puede ser una visión distorsionada de la realidad de este internado pero mi mente no puede formar otra imagen.

  —Podíamos ir al cine —sugiero—. Comida, calor, sitios cómodos y algo interesante que ver.

Todos se miran entre sí pero no veo ninguna mirada de extrañeza ni de disgusto.

  —Parece buena idea —me apoya Natalia.

  —Voto por una película de miedo —susurra Anís con una gran sonrisa.

  —A eso sí que voy —se apunta Gabriel y se levanta con dos hoyuelos plantados en su cara.

  —Pues vamos —dice Aleix.

Mientras caminamos por lo que parece ser el prado por donde revoloteaba la abeja Maya veo un hombre en frente de mi habitación. Es un señor canoso y con muchas arrugas. Creo que ya debería de estar jubilado.

  —Él es Guillermo, más conocido como el conserje —me dice Natalia.

  —Me parece extraño que no vaya vestido como un payaso —pienso en voz alta.

Natalia se ríe y Anís me da una palmada en el hombro. Creo que me han oído.

  —Guillermo se negó a ponérselo aunque le favorecía bastante —me dice Anís y mira a Natalia con una sonrisa de lado. Por lo que he podido ver se llevan bastante bien.

  —Parecía un gnomo, solo le faltaba el gorrito —se burla Javi.

La verdad es que la altura de aquel señor no supera el metro cincuenta pero cuando consigo ver sus ojos sé que lo único que se asemeja a un gnomo es la alegría que caracteriza a estas pequeñas criaturas.

Natalia insiste para compartir paraguas conmigo. El paraguas pega completamente con su ropa, es de marca —¿quién se compra un paraguas de marca?— y es de un color amarillo claro.

  —Me gusta tu gabardina —me halaga Natalia mientras la coge con dos dedos.

  —Gracias —digo con una sonrisa.

Mi inseparable y negra gabardina. Tiene ya dos años. Cuando me la compraron tenía dos cuerpos menos y me quedaba bastante grande pero con el paso del tiempo la tela se ha ceñido bastante bien a mi cuerpo. Fue un regalo a mi padre. Después de tirarme ocho horas viendo de una serie policiaca me encapriché con la gabardina de la ayudante del protagonista. Tras tres días de argumentos mi padre apareció con una caja envuelta en un feo y pasteloso papel de regalo. Cuando levanté la tela una sonrisa se extendió en mi cara.

Bandas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora