Lunes.
El tráfico es bastante abundante por la mañana. El ruido del motor, el claxon furioso. No entiendo por qué a la gente le atraen las grandes ciudades. Hay contaminación en el aire, el ruido es insufrible, el estrés de las calles, más delincuencia que en los pueblos, demasiada gente. Incluso mi tía Luisa, la mujer más tranquila y sonriente del mundo se arrancaría los pelos de vivir aquí. Sí, tienen su parte buena, tienes todo al alcance de tu mano o a tres paradas de metro y digamos que se puede socializar más. Pero no es excusa.
Un gran pitido me despierta, Natalia dejó anoche la ventana entreabierta y al parecer alguien tiene prisa esta mañana. Suspiro y me estiro en mi cama. Sigo repudiando tanto color pero he de decir que no se duerme mal. Me siento y miro hacia la otra cama. Natalia sigue durmiendo.
En mi casa solía desayunar a las siete y media. Mi estómago es como un reloj y siempre me entra hambre a la misma hora. Mi madre siempre decía que había heredado ese reloj alimentario de mi padre y a decir verdad a los dos nos solía entrar el hambre a la misma hora.
Me levanto y miro mi reloj de muñeca. Son las siete y treinta y siete minutos. Veo que mi estómago no ha perdido la costumbre. Voy al baño y me aseo rápidamente. En la ducha observo el cambio de una balda a otra. La de Natalia está llena de botes de champú, acondicionador y gel de ducha, he podido contar tres esponjas y una piedra pómez. En la mía hay un champú, un gel de ducha, una esponja y una cuchilla. Viva la sencillez.
Cuando me termino de vestir escucho a Natalia. Parece un oso cuando bosteza. Salgo del baño y me la encuentro sentada en la cama con la mirada perdida. Todas las sábanas se arrebujan a su alrededor, me apuesto dos euros a que tiene unas sábanas parecidas en su casa.
—¿Natalia? —la llamo.
Se gira hacia mí y me sonríe. No tiene ni una ojera y se ve tan radiante como ayer a excepción de sus ojos cansados.
—Buenos días —susurra como si su voz no quisiese salir.
—¿A qué hora es el desayuno? —pregunto y apoyo una mano en mi vientre.
—La cocina abre a las siete y media.
Asiento y miro mi reloj. Las siete y cuarenta y tres minutos. Maldita sea, me muero de hambre.
—¿Te espero para bajar? —le digo y señalo a la puerta con el dedo pulgar.
—No, nunca desayuno.
No concibo la idea de que alguien no coma, es decir, es algo necesario para el cuerpo y además disfrutas con ello. Mezclar sabores, comer cosas desconocidas, disfrutar de un vaso de chocolate. Sin contar a los pobres diabéticos, ¿quién no adora comer chocolate?
El sonido de mis zapatos resuenan por las escaleras. Estoy demasiado desorientada y recupero algunas imágenes del piso inferior, intentando recordar donde está el comedor. En el blanco y estéril pasillo veo a Aleix delante de una puerta.
—Hola —saludo cuando paso a su lado.
Al lado de la puerta hay un cartelito donde pone “Comedor” por lo que me siento bastante aliviada por no estar tan perdida.
—¿Vas a desayunar? —Me giro para contestarle.
—Sí, ¿tú?
—También, estoy esperando a que estos bajen.
Miro hacia el pasillo y debato mentalmente sobre si ir ya a comer o esperar a los demás. Mi estómago argumenta rápidamente.
—Yo voy tirando y ya de paso cojo un sitio.
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Bandas.
Novela JuvenilLa vida de Lina Méndez cambió cuando aquel tarro se encontró en su camino. Tras ser matriculada en un internado Lina conocerá a un particular grupo de chicos que conseguirán que poco a poco se integre en el contrabando y en la vida de las bandas ur...