La noche pasó con rapidez. Las nubes que amenazaban con tormenta se disgregaron casi al amanecer, aunque lo hicieron tras descargar una notoria llovizna que repiqueteó contra el techo del coche.
Nadia se despertó cuando escuchó el sonido de algo estrellándose con contundencia contra la puerta. Abrió los ojos rápidamente, desconcertada, y miró en derredor, preguntándose qué coño pasaba.
Entonces lo vio y terminó por despejarse: Alexei, el consumido que había "adoptado" luchaba por salir del coche para continuar con la rutina que llevaba a saber cuánto tiempo haciendo.
—Ey, espera... No puedes irte así como así —lo regañó ella entonces, con suavidad. Se sentó bien en los asientos traseros del coche, y con sumo cuidado cogió las manos del niño y las sostuvo. La mirada de Alexei seguía pendiente de la ventanilla, como si ni siquiera fuera consciente de que a su lado hubiera alguien—. Vamos, no puedo dejarte aquí —continuó la joven, sin esperar una respuesta, mientras abría la puerta de su lado y salía al húmedo prado.
El día era, sin duda alguna, maravilloso. No existía un silencio profundo, sino un silencio dulce y salpicado de diferentes melodías que solo los más avispados eran capaces de escuchar. Ella podía, en cierta medida, apreciarlo, así que tras unos segundos de escucha sonrió, conmovida.
El mundo seguía conmoviéndola. Y seguía haciéndolo día a día, con gestos pequeños y maduros, con melodías tenues, con la lluvia que todo lo limpiaba. Recordó entonces a Búho, su Búho, y lamentó haberse despedido de él de semejante manera. A fin de cuentas, pensó, mientras se frotaba los brazos para entrar en calor, él también era una víctima de lo que estaba ocurriendo. Y no tenía por qué pasar por todo eso él solo.
—Ignoro si me oyes o no —comenzó, suavemente, mientras miraba al cielo como si él pudiera esconderse en algún punto del infinito azul—. Pero quería decirte que no estás solo en todo esto. Y que entiendo que tengas miedo... lo raro sería que no lo tuvieras. —Esbozó una sonrisa tierna y estiró suavemente los brazos a ambos lados, mientras la brisa húmeda revolvía su pelo, aún sucio, aún sin peinar—. Aun así, sigo aquí. Y seguiré aquí. No importa lo que me hayas dicho antes —susurró—. De verdad, no importa.
Una vibración en el ambiente hizo que su piel se erizara violentamente. Supuso que Búho aparecería en algún punto del prado, así que giró sobre sí misma y lo buscó en cada sombra.
No lo encontró, aunque sabía que esa distorsión en el aire era cosa suya.
Esbozó una sonrisa paciente, y decidió que ya volvería. Supuso que estaba cansado y que un tiempo allá donde fuera le calmaría y haría que viera el mundo desde otra perspectiva.
—Vámonos, Alexei —dijo, llamando al pequeño consumido que aún se afanaba en salir del coche, sin éxito—. Hay mucho camino hasta Campamento. ¿Y sabes? —preguntó, mientras abría la puerta del coche y tomaba la mano del pequeño, que pareció paralizarse ante su contacto—. Conozco muchas historias que pueden gustarte. Historias de cuando estabas vivo... y de mucho antes. ¿Te gustaría escucharlas?
El niño no contestó. Se dejó guiar de vuelta a la carretera, y mientras ella hablaba, él trató, movido por lo único que seguía vivo en él —la rutina—, de registrar los coches circundantes. Sin embargo, tras un buena caminata, ambos se alejaron de la zona en la que habitualmente Alexei patrullaba. Dejaron atrás la autopista, y ambos se metieron de lleno en un camino de tierra casi comido por la vegetación, que se desviaba notoriamente al este y que parecía llevarles directamente a una enorme arboleda que se dibujaba en el horizonte.
Durante el camino, Nadia habló mucho, sin esperar en ningún momento una respuesta. Narró su vida entera, sus pensamientos —los buenos y los malos—, sus momentos más felices. Y lo hizo con una pasión desbocada, con una necesidad que nacía no solo del corazón, sino también de un punto más profundo y menos visible. Su necesidad de compartir brotaba del alma, del fondo de su piel, de su misma sangre. Y lo hacía simplemente porque quería hacerlo, no por nada más. Sabía que sus palabras no cambiarían el mundo. Y de hecho ni siquiera lo intentaban. Simplemente las dejaba ir, solitarias y llenas de significado, a buscar un nuevo dueño.
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El último soñador
FantasíaLa Hecatombe cambió el mundo. El virus liberado durante la última guerra mundial ha hecho que el ser humano sucumba a una nueva e incontrolable enfermedad: los sentimientos nocivos se han vuelto en contra de sus dueños y ahora los consumen con vorac...