Capítulo II, parte III

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Refugio era apenas una aldea situada a veintitrés kilómetros de Campamento. Era el más grande de su zona, por lo que muchos de los buscaban una oportunidad en la gran ciudad acudían allí para aprovisionarse. Con el tiempo la aldea había crecido a lo largo y ancho y el caudal de gente se había incrementado considerablemente... lo que les había acarreado más de un problema: escasez de alimentos, de medicinas, de lugares seguros donde dormir. También había aumentado la violencia, porque no todos los que allí vivían tenían las mismas ideas, ni las mismas maneras de actuar.

Para muchos de los que iban a Refugio aquel era un paso que dar, simplemente, antes de llegar a Campamento. Para otros, sin embargo, aquel sería su hogar para lo que les quedara de vida... lo cual no era mucho, habitualmente. Si no los mataban los militares de Campamento lo hacía la pena y la desolación al descubrir que nunca serían aceptados en la ciudad de los hornos. Al final solo eran unos pocos desdichados los que poblaban el lugar y los que percibían como todo se hundía.

Aún así, incluso siendo una minoría, habían aprendido a respetarse y quererse. Eran una familia extraña, era cierto, pero sostenían unos valores que se habían perdido tras la Hecatombe: el respeto, la sinceridad, el cariño que no excluía ni sangre ni raza. Incluso el amor. En un lugar tan sombrío como era Refugio el amor era importante para todos, fuera del tipo que fuera.

David, sin ir más lejos, estaba allí por amor. Y por cobrarse una venganza. Lo uno no excluía a lo otro —al menos en su caso— ya que ambos sentimientos estaban ligados por un lazo indestructible, duradero y fuerte. Para él, semejantes palabras estaban encadenadas a su vida, a su corazón, a cada porción de alma que le quedaba. Y aunque en aquella mísera vida que le había tocado vivir aquellas cosas no valían nada, estaba dispuesto a luchar para que en algún momento sí lo hicieran.

Por eso estaba allí.

Por eso saldría de allí.

Porque lo había prometido.

Porque se lo debía a él.

David suspiró profundamente cuando volvió a escuchar la desesperación en labios de Bastian. Su agónico aullido se clavó en el centro de su pecho y durante un segundo amenazó con estrangularlo. Sin embargo consiguió, de alguna manera, deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—No vamos a morir aquí —afirmó, con esa voz desgastada y ronca que le hacía parecer mayor de lo que realmente era—. Y Fabla no... no voy a dejar que ese hijo de puta se aproveche de ella.

Los dos hombres que quedaban en la habitación se giraron hacia él, con el agotamiento, el asco y el miedo deformando sus rasgos. Ninguno fue capaz de mirar lo que quedaba de Violeta, pues todos la tenían muy presente en sus vidas... al igual que a Fabla.

—Estamos aquí por tu culpa, David. ¡¡Dijiste que conocías este puto sitio!! ¡Qué lo tenías controlado! —Jaume se levantó pesadamente del suelo e hizo tintinear las cadenas que presionaban sus tobillos y manos. Cuando llegó a la pared más alejada del cadáver de Violeta cerró los ojos, y contuvo un gemido de dolor—. Y míranos, mírala... Y Fabla, Dios mío, Fabla...

David se levantó también, con facilidad. A pesar de la paliza que le habían dado, y que seguramente le había partido algún hueso, no sentía ningún tipo de dolor físico. La droga que había preparado días antes había inhibido todo el proceso de recepción de estímulos, lo que le había convertido, al menos hasta que se acabara el efecto, en una criatura extraña y abominable... que podía sacarles de allí. Cuando todo terminara lamentaría su osadía, lo asumía, pero al menos todos estarían a salvo, lejos de allí.

—Bastian —llamó, en voz baja—. Necesito que me ayudes con algo. ¿Ves las esposas? Puedo abrirlas. Pero necesito que hagas algo antes —murmuró y se dejó caer a su lado, de rodillas—. Tengo una herida abierta en el antebrazo. ¿La ves?

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora