Capítulo II, parte I

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Nadia se despidió de todos a los que conocía y seguían vivos esa misma noche. Reunió a Caterina, a Alexia y a Jom, que vivían por la zona, y les contó parcamente lo sucedido con Victoria. Después compartieron el pan y la sopa que guardaban para ocasiones especiales, y juntos cantaron las canciones del disco de Nadia. Durante aquella fría noche de invierno, larga e incómoda, se escucharon los dulces acordes de <<Nothing else matters>> y la saña brutal de <<Enter sandman>>. Después el cuarteto de amigos charló sobre lo poco que les quedaba y sobre cómo cambiarían el mundo si tuvieran oportunidad. Bebieron de las cantimploras llenas de caldo que Alexia preparaba con lo que encontraba en las tiendas abandonadas y, después, brindaron con una botella de cava que Nadia había cogido del almacén. Llevaba allí meses, quizá años, pero aún conservaba su color dorado y su fuerza.

Para cuando llegó la medianoche, todos habían agotado las ganas de celebrar cualquier cosa. En su lugar había tristeza, pues aunque todos sabían que los viajes eran prácticamente imposibles de evitar, sí lamentaban no despedirse de aquella diminuta ciudad en grupo.

—Nos veremos pronto, estoy casi segura —argumentó Nadia, mientras abrazaba a la dulce Alexia, que sollozaba quedamente en su hombro—. Vuestro viaje está previsto para primavera... tarde o temprano nos veremos en el camino. Estoy segura de que Caterina sabrá guiaros a los dos —susurró, para que solo lo oyera ella—. Cuídalos ¿de acuerdo?

La joven asintió, entre hipidos. La estrechó con fuerza una vez más y después se obligó a dejarla marchar.

—Nos veremos en Campamento —afirmó Catarina, una joven rusa que había llegado a terreno europeo mucho después de la Hecatombe y que había criado a su hermana y al hijo de una compañera del campamento de refugiados. Había acabado en las ruinas de aquel pueblo sin nombre de casualidad, como muchos de los que vivían allí. Pero como gran parte de los viajeros su deseo era llegar a uno de los hornos más grandes de la región: Campamento.

—No sé si iré a Campamento —admitió Nadia, tras escucharla—. O al menos, no creo que me quede allí. No comparto su idea de justicia... ni de gobierno.

—Pero allí no te consumirás. El resto de las cosas no tienen importancia. Antes puede que sí, pero tal y como están las cosas... mejor asegurarnos una manera de sobrevivir a todo esto. Lo demás se irá viendo.

—Sea como sea, nos veremos antes de lo que piensas. Tened cuidado y tratad de no derrumbaros.

Caterina asintió y después hizo un gesto de despedida. Fue entonces cuando Nadia supo que el momento de dejarlo todo atrás había llegado. Cogió su mochila, llena solo con las cosas que había cogido del almacén y encaminó sus pasos hacia el hostal. A esas horas no debería haber nadie despierto, así que se ahorraría el tener que dar explicaciones a los pocos que vivían allí y con los que no tenía ninguna relación, salvo la de ser vecinos.

Sin embargo, cuando llegó a la puerta del pequeño edificio, vio que había luz en su habitación. Sintió que su corazón daba un vuelco, sorprendido. ¿Quién estaría allí a esas horas? ¿Sería Quemada? ¿O quizá Número? Los demás inquilinos del hostal nunca se atreverían a entrar en su habitación, así que los descartó inmediatamente. Entonces, ¿quién sería el que se atrevía a invadir la soledad de su cuarto?

Subió las escaleras rápidamente y giró el pomo de la puerta que, sorprendentemente, estaba cerrado. Tanteó en los bolsillos de la cazadora hasta encontrar la llave, y esta vez sí, consiguió abrir la puerta. Lo que encontró a continuación la dejó perpleja, sin habla y con los ojos exageradamente abiertos por la impresión. Sobre su cama desecha e iluminado por una luz pálida y suave —que no provenía de ninguna de sus lámparas, todo sea dicho—, estaba él.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora