Prólogo

125 14 2
                                    



Siempre había sido un alma solitaria y melancólica. Siempre, pues su esencia era tan sombría y oscura como la noche que lo arropaba, que lo acunaba cada segundo, cada minuto de existencia...

Pero, ¿de qué existencia hablaba? ¿Acaso aún podía pensar en ella como algo que existía? ¿Cómo algo tangible? ¿Cómo algo de lo que podía disfrutar?

No... claro que no. Su paso por aquel mundo estaba llegando a su fin, tras milenios acariciando la vida. Lo sentía en cada latido, en cada exhalación, en cada estremecimiento de su cuerpo.

Se moría.

Dejaba de existir.

Lo dejaba todo... absolutamente todo. Cualquier cosa que en algún momento le hubiera importado, por diminuto que fuera, iba a quedarse allí, arrasado por el olvido y por los que le seguían. Y eran tantos ahora... una muchedumbre enloquecida que ya no era capaz de sentir nada, por brutal que fuera.

Ni siquiera le sentían a él, que había sido el pilar de la vida durante tanto tiempo.

Búho aspiró con fuerza y se dejó caer de rodillas. El polvo blanquecino que se levantó impregnó su ropa, deshecha, rota, hecha jirones. Inservible.

<<Inservible...>>

Aquella diminuta palabra, cuyo eco resonó en cada rincón del templo, se clavó en su alma con una fuerza inhumana, que le hizo boquear y llevarse las manos al corazón. Lo sintió latir una vez, y luego otra, pero había tan poca vida en esos latidos que supo que, posiblemente, aquel sería su último día.

¿De verdad iba a morir de aquella manera? ¿Solo? ¿Abandonado? ¿Olvidado por todos?

¿Iba a dejar el mundo con esa facilidad, después de todo lo que les había entregado a ellos?

—Ingratos... malditos ingratos —susurró, y cuando lo hizo, cuando dejó escapar su voz, lamentó la acritud con se despedían de él. Y cerró los ojos con fuerza, negándose a ver cómo las palabras huían con el viento—. Lo siento... lo siento tantísimo.

Verdaderamente sentía abandonarles a todos en aquella tesitura. Sentía la culpa acuchillándole el alma, el espíritu, el corazón... todo lo que aún seguía vivo en él, aunque fuera durante tan poco tiempo.

Búho boqueó al sentir el frío rodeándole y aunque se estremeció con fuerza, agradeció la caricia. Incluso levantó la mano, pálida y temblorosa, para sentir aún más las ráfagas que, de vez en cuando, atravesaban el velo que lo separaba de la realidad y del mundo. La fría brisa sacudió sus ropajes, y después trepó por sus hombros, hábil y dulcemente. Acunó sus mejillas y besó sus labios con una delicadeza abrumadora, con una ternura apenas existente en las capas del mundo.

Y él sonrió, como solo él hacía. Abrió los ojos, de colores distintos, y permitió que el aire hundiera los dedos en su pelo plateado.

—¿Vienes a despedirte? —preguntó con dulzura, mientras se estremecía con fuerza.

No escuchó respuesta alguna, pero sintió en algún punto de su cuerpo que no era así. Aunque parecía increíble dadas las circunstancias, su vieja compañera de fatigas no traía consigo palabras de consuelo, ni frases que le ayudaran a cerrar los ojos por última vez.

Entonces, ¿qué hacía allí, tan lejos de todo?

Espoleado por la curiosidad latente que conformaba su ser, se levantó, aunque eso mermó sus energías aún más. Arrastró los pies por encima del polvo, por encima de su propia melancolía y siguió la estela brillante del viento durante un tiempo que no midió y que no sintió, pues a esas altura apenas podía discernir qué era dolor y qué no. Qué era vida y qué no. Quién era él y quién no...

Y cuando sus divagaciones rozaron la no existencia, la brisa se detuvo. Y Búho lo hizo con ella.

—¿Dónde estamos? —preguntó, con la voz ronca y desgastada, usando en esa frase timbres que ya nunca pensó que escucharía.

Se encontraba muy lejos del templo donde había vivido, y muy lejos de cualquier punto que le resultara mínimamente familiar. Sin embargo, había algo en el ambiente, algo oculto entre las motas de polvo que le reconfortaba el corazón. Era apenas un vestigio de un aroma, de una delicada fragancia... un mero destello de vida.

Búho parpadeó y escudriñó la planicie cubierta de niebla desgarrada y fría. A su alrededor solo había sombras oscuras, y pensó, espoleado por las últimos coletazos de existencia, que desaparecería sin sentir un ápice de luz.

Pero se equivocaba.

Claro que se equivocaba.

Pues entre la niebla y el frío, entre la soledad y la melancolía, tras el silencio y la bruma... había luz. Y había vida.

Y por encima de todo, ella, la única que quedaba: la última esperanza del mundo. 

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora