Capítulo XI, parte III

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Lo único que era capaz de ver era un páramo. Un páramo vacío, húmedo de rocío y extenso como un sueño. Pero no, no era un sueño y de hecho se parecía demasiado a una pesadilla como para seguir dándole importancia a dónde estaba.

Fabla sacudió la cabeza y se frotó los ojos. El páramo pareció desdibujarse y sus contornos se deshicieron para crear lo que parecía un camino empedrado y viejo.

Gimió, aturdida y se pasó la lengua, hinchada y áspera, por los labios resecos. No había encontrado agua desde que salió a trompicones del lugar donde había vivido, por un corto espacio de tiempo, con Ender. También es cierto que no tenía muchas fuerzas para hacerlo, porque con la pierna rota y el ánimo hundido apenas era capaz de pensar con claridad.

Apenas habían pasado unas horas desde que Ender la había echado del pueblo y ya se sentía profundamente derrotada. Ahogada por las lágrimas, decidió dejarse caer sobre el camino, cuyas piedras estaban frías, suaves y ligeramente húmedas.

Y ahora... ¿qué iba a hacer? ¿Cómo iba a sobrevivir?

Ender no la había ayudado en ese sentido, aunque había hecho que viera las cosas de una manera completamente diferente. También le había dado una misión, en una de sus conversaciones a oscuras, y tenía que cumplirla. Por eso mismo, tenía que seguir adelante. Aun con el sabor de su decisión inundando su paladar, Fabla tardó una larga hora en ponerse en marcha y, antes de eso, se obligó a lamer el rocío que rezumaban las piedras y que aunque no calmarían su sed, sí la mantendrían viva. Y cuerda. Sobre todo cuerda. Tenía que estarlo para llegar a Las Máquinas y encontrar a los demás.

Fabla se estremeció con fuerza cuando pensó en ellos. Por un lado su temblor se debía al cariño y al respeto que había acumulado durante los años en los que había cohabitado con ellos y que ahora parecía resonar en su cabeza como una melodía discordante. Y por otro, pensó, mientras seguía cojeando hacia delante, se debía a su nueva perspectiva de la vida. Y a su misión. Sobre todo a su misión.

Parecía mentira lo importante y decisivo que era tener una meta. Una meta verdadera, con sentido, y no meros sueños que se deshacían día a día. Hasta ahora solo había vivido por esos sueños y la realidad le había demostrado que soñar era una tontería. No servía para nada, salvo para amargarse con todas las decepciones que estaban por llegar.

Pero ahora... ahora había encontrado el sentido a sus pasos: tenía que volver valientes a aquellas personas que quería, como había hecho Ender con David. Como Ender había hecho con ella.

Porque pese a todo, la agonía que le había impuesto a base de ver la realidad, había servido para curtirla. Y para apreciar matices que normalmente escapaban a la comprensión de todos los demás. La verdadera vida, pensó, mientras notaba un extraño placer en su línea de pensamiento, era hallar el placer en el dolor, porque era lo verdaderamente costoso. ¡Cualquiera podía disfrutar de las cosas sencillas! ¡Cualquiera podía ver lo que era bonito! Pero no todos podían hallar la misma sensación en las cosas sombrías que, por cierto, también habitaban el mismo mundo. Y era cosa suya predicar esa gran verdad.

Por eso se dirigía al sur, camino de Las Máquinas. Ender le había prometido un lugar desde donde observar toda la belleza cuando la oscuridad llegara. Porque iba a llegar, de eso estaba segura. Lo había visto en sus gestos, en su manera de sonreír y caminar.

La oscuridad llegaría, y cuando lo hiciera, ella sería feliz. Porque habría aprendido a hacerlo.

Un lejano aullido la sacó de su ensimismamiento e hizo que mirara a su alrededor. A pesar de que no había sido consciente de que había avanzado, lo cierto es que sí lo había hecho. El camino que había seguido la había llevado al pie de una montaña, desde donde subía otro camino, más tortuoso y difícil. Ese no sería el escogido, aunque sabía que más arriba habría agua y comida, y quizá alguna residencia veraniega donde pasar unos días.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora