Capítulo XI, parte IV

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La llegada de Graela a los nidos fue acogido con sorpresa y alegría. Los que ya la conocían prorrumpieron en llantos de felicidad, y besaron sus manos y pies con reverencia. Tal y como había dicho Omalíe, allí la tenían en una alta estima, desde que se encontraran en el páramo y los enseñara cómo vivir. Ellos habían sido un grupo afortunado desde sus inicios, era cierto, pero desde que contaban con su ayuda habían prosperado notoriamente. Incluso habían crecido en número, lo que era una gloriosa novedad que llenaba los corazones de paz.

Graela se sentía feliz, no podía evitarlo. Su esencia en sí misma era parte de esa felicidad, así que cada gesto de alegría suponía en ella una oleada de placer. Y a pesar de lo que había ocurrido con Omalíe... su pueblo era, en gran medida, feliz.

Tras su sorprendente llegada, Bob se ofreció a hacer una celebración en su nombre que fue sonoramente secundada por, prácticamente, todos los que había en los alrededores. Nadie pensó en que, quizá, debían pedirle su aprobación a Omalíe, por ser ella quien les había liderado durante los años en los que Graela no estaba. Lo cierto es que nadie se acordó de ella, de tan dichosos que se sentían por aquella inesperada visita.

Pero Omalíe, la guerrera, seguía existiendo. Y seguía sufriendo por dentro, como si las palabras que con tanta rabia había escupido la que en otro tiempo fuera su mentora la estuvieran desollando interiormente.

Miriam no había despertado aún, para desgracia suya. Seguía estando inconsciente, sumida en un dolor profundo y visceral, del que nada, ni siquiera las plantas curativas o la medicina moderna podía sacarla. Porque su dolor no era humano. Su sufrimiento era muy superior, porque las heridas estaban impregnadas de odio y dolor.

Y ella no quería ayudarla.

Omalíe apretó las mandíbulas con fuerza, hasta que sintió un profundo dolor en las muelas y humedad en el fondo de sus ojos.

Qué impotente se sentía ante el mundo. Qué impotente y frágil, pensó, mientras cogía de la mano a la joven inconsciente y besaba sus nudillos con vehemencia. Después se llevó esa misma mano a su frente, y bebió de la enfermiza calidez febril que desprendía. Y aunque no quería llorar, terminó por hacerlo ruidosamente, como una niña pequeña que no está acostumbrada a hacerlo. Hipó con fuerza y llegó a gemir, pero no se atrevió a tomarse la justicia por su mano, aunque lo deseaba con una fuerza inconmensurable.

Pero sabía que no ganaría nada, salvo reproches y quizá alguna que otra maldición más.

Al pensar en esas palabras, la guerrera hizo una mueca de disgusto y se secó las mejillas y los ojos, desparramando la pintura azul por todo su rostro. Ignoraba cómo se lo diría a su gente sin hacerles un daño irreparable. Porque tenía que decírselo, de eso no cabía ningún tipo de duda: la madre Graela no era tan buena ni tan santa como habían creído siempre, y era justo que los que la adoraban supieran que estaba limitada. Que ya no quería o podía ayudarles. Que había regresado a ellos porque no tenía un lugar donde caerse muerta.

Un gemido de dolor que no era suyo impactó en sus oídos e hizo que las nubes de tormenta que se arremolinaban en su cabeza se deshicieran, bruscamente. Miriam se había movido y había abierto un ojo de color oscuro, lleno de miedo y confusión. Trató de decir algo, pero de su garganta solo surgió un alarido defectuoso que murió al poco.

—No te esfuerces —ordenó Omalíe rápidamente y cogió una cantimplora vieja y llena de agua. Vertió el líquido en sus labios resecos y sonrió, animada, cuando Miriam tragó y pidió más con la mirada—. No grites. Iré a buscar al sanador.

La fiesta en honor a Graela había empezado. Las hogueras estaban encendidas y la música de los tambores resonaba con alegría. Había dos piezas grandes carne al fuego, así que supuso que sus cazadores habían hecho un esfuerzo extra para complacer a la diosa.

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⏰ Última actualización: Apr 04, 2021 ⏰

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