Capítulo I, parte I

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El grito desgarrador que sintió arrasar su garganta resonó por las paredes, llenando de ecos la pequeña habitación. Incluso cuando Nadia despertó y se incorporó de la cama, jadeante, pudo escuchar su propia voz perdiéndose en cada rincón.

De inmediato el sudor frío que resbalaba por su espalda la hizo tiritar. Sus dientes castañearon de manera estrepitosa, originando una melodía desafinada que hirió sus oídos, así que se forzó a apretar los dientes.

Estaba sola, evidentemente, aunque en el sueño que acababa de tener no lo parecía. Recordó, mientras se frotaba los brazos con fuerza, alguno de los detalles, aunque estos se difuminaron en la cruda realidad poco después. Solo quedó en su memoria los ojos de aquella criatura: uno dorado intenso y otro azul, tan azul que parecía translúcido... casi de cristal.

Volvió a estremecerse de frío, así que se levantó renqueante y se acomodó cerca de la pequeña estufa de gas. En cuanto la encendió sintió la cálida caricia del aire que expulsaba, así que alargó las manos hasta casi quemarse la yema de los dedos.

El silencio volvió a asentarse en la comodidad de la habitación, roto solo por el suave zumbido intermitente del aparato, aunque a ella le daba la sensación de que este era intenso y crudo, y que despertaría a todos los demás.

Después recordó que había gritado y que posiblemente alguno de sus compañeros la hubiera oído. ¿Y si era así...? ¿Y si habían avisado a Quemada? El pánico que sintió al imaginar la situación hizo que se levantara y apagara a toda prisa la estufa. Después volvió a la cama, temblando de frío y temor. Y cuando los minutos pasaron y nadie vino a por ella, sintió asco. Asco hacia sí misma y hacia su terror. Asco hacia su impuesta soledad.

Asco. Siempre asco.

Nadia contuvo las náuseas que estremecían su cuerpo y apretó los puños alrededor de las sábanas hasta que la angustiosa sensación desapareció. Después relajó las manos, suspiró profundamente y clavó sus ojos oscuros en la ventana. Vio a través del cristal la nieve, blanca y joven, que acababa de empezar a caer.

Y aunque no sentía ninguna alegría, sonrió, porque su cuerpo se lo pedía, se lo suplicaba.

—Es la primera sonrisa que veo en tus labios, criatura. ¿Cómo es posible que sea así? Tienes ante ti un magnífico espectáculo que... —Se detuvo y sonrió, pero no añadió nada más. Ni siquiera un breve suspiro o un gesto conciliador.

Nadia escuchó la voz de Búho como si esta perteneciera a otro mundo: lejana, discordante, desafinada, incluso. No llegaba a ser desagradable, pero desentonaba bruscamente con todos los demás sonidos... o con el propio silencio. Y en aquellos momentos, cuando todo estaba silente y aparentemente tranquilo, su voz tuvo el mismo efecto que una alarma antiaérea: rebotó en cada pared e hizo vibrar el vaso de plástico que había sobre la mesilla, y después, cuando alcanzó a Nadia y la acarició, esta se tapó los oídos, como si aquella voz masculina le hiciera daño. Después apretó los labios con fuerza y cerró los ojos, aunque él sabía que ya le había visto.

—Muchacha...

La joven gimió de terror, de miedo, de pánico. Todo junto y a la vez, como si él fuera la esencia de su turbación... y no alguien que deseaba ayudarla. ¿O era ella quien tenía que ayudarle a él? ¿Qué hacía allí, en verdad?

La idea de que se equivocaba navegó por las brumas de su pensamiento hasta que desapareció, ahogado por otros muchos. Sacudió la cabeza para despejarse, se estremeció de frío y volvió a mirar a la joven: seguía inmóvil, murmurando cosas que él no comprendía. Lo único que entendió al verla fue su miedo hacia él: visceral y profundo. Salvaje.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora