Capítulo IX, parte IV

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Nadia contempló al hombre que caminaba frente a ella. Llevaban caminando varias horas por una amplia carretera llena de coches viejos y oxidados que habían olvidado ya que una vez tuvieron dueño.

El camino no era sencillo, ni alegre. De hecho resultaba mucho más difícil de transitar que el bosque, aunque el asfalto fuera llano y estuviera vacío. O casi vacío. Lo cierto es que Nadia y Búho no estaban solos en aquel lugar. Desde hacía varias horas contaban con la presencia de varios "consumidos": dos niños y un adolescente que pululaban entre los coches, aparentemente buscando comida, y una pareja de ancianos que sostenían entre sus brazos los huesos de lo que parecía un animal.

La escena era desoladora. Triste. Dolorosa incluso.

—¿Cuánto tiempo llevan así, Búho? —murmuró la joven cuando alcanzó la posición de los ancianos. Estos la ignoraron completamente, como si ella no existiera, mientras emitían un ruido semejante a un gorjeo. Al estar consumidos ya no tenían conciencia de sí mismos, así que tampoco podían hablar: se limitaban a recrear sus últimos momentos, como una viejo bucle que solo terminaba cuando alguien decidía ponerle fin—. ¿No podemos hacer nada?

Búho giró la cabeza hacia la joven y después desvió la mirada hacia las cáscaras vacías de esos dos humanos. Sintió lástima por ellos, pero sacudió la cabeza negativamente.

—Están más allá de lo que yo puedo hacer. La fuerza de mis hermanos es muy superior a la mía... aunque quisiera, no podría hacer nada. —Su mirada bicolor se oscureció, y se apreció, muy en el fondo, un destello de absoluto rencor—. Si hubieran tenido fe en mí esto no habría ocurrido. ¡Nada hubiera ocurrido! —estalló, sin previo aviso, mientras golpeaba el quitamiedos de acero que había junto a los dos viejos—. ¡Nada! ¡¡NADA!! ¡Malditos ingratos! ¡Malditos seáis!

La sangre brotó de sus nudillos rápidamente, empapando el suelo con gruesos goterones de color carmesí. Pronto se mezclaron con las lágrimas transparentes que brotaban de sus ojos, desmesuradamente abiertos y hundidos en unas imágenes que solo veía él y que solo le correspondía a su mente asumir.

Y dolían. Y le destrozaban. Y le susurraban que todo lo que estaba haciendo no serviría de nada.

—¿Búho?

La voz de la joven penetró en sus oscuros pensamientos y permitió que viera un haz de luz. Dirigió sus dilatadas pupilas hacia ella, y aunque sintió miedo al percatarse de que a ella también podía perderla, alargó las manos para coger las suyas. Después tiró de su cuerpo y se perdió en la calidez que desprendía y de la que él solo había disfrutado una vez... mucho antes de conocerla a ella.

Cerró los ojos cuando notó las pequeñas manos de ella envolverle, y tuvo que aspirar su aroma para no pensar en lo fácil que sería terminar con todo: olvidarse del mundo que había creado y llevarse a Nadia lejos de allí, a un mundo muerto y oscuro —su templo—, donde podría hacerla feliz a base de recuerdos e historias del pasado. La necesidad de cumplir ese deseo egoísta lo espoleó con fuerza y durante un segundo, un largo segundo, fue capaz de imaginarse una existencia así: alejada de todos y todo, fuera de lo que una vez le había importado y que, curiosamente, le había dado lo más bonito que había conocido, más hermoso incluso que su propia existencia.

—Estoy bien —susurró al cabo de unos momentos, cuando sintió que los hilos de oscuridad de su hermano se alejaban de su mente y no amenazaban con volverlo loco. Sabía que tarde o temprano Ender ganaría aquella batalla, pero no estaba dispuesto a ceder tan pronto: no cedería a la locura y al caos si podía evitarlo—. Llevo demasiado tiempo aquí y mis fuerzas... —Sacudió la cabeza—. Ya casi no tengo fuerzas. Debería marcharme y desaparecer un tiempo. Necesito recuperarme a mí mismo.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora