Capítulo III, parte II

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Los gritos de Fabla iban a perseguirle durante toda la vida. Daba igual lo que hiciera para olvidarlos pues, fuera lo que fuera, no sería, ni de lejos, suficiente.

David se secó las lágrimas de odio que resbalaban por sus mejillas y contempló el rostro amoratado de la muchacha. Se había desmayado al poco de abandonar el complejo militar... que ahora contaba con un cadáver más y una víctima menos. Para desgracia de los dos jóvenes, el cadáver no había sido el de Lerom, sino el de uno de sus peones más cercanos.

En realidad, David suponía que sería así. Aunque se había esforzado mucho en dejar a Bastian y a Jaume a salvo lo más deprisa que podía, lo cierto era que había pasado demasiado tiempo desde que Lerom se llevara a Fabla. Era lógico pensar que él ya habría terminado con ella para cuando llegara.

La situación que acababa de vivir le estaba destrozando el alma. Cada respiración agitada de Fabla, cada gota de sangre que se estrellaba contra el suelo, cada gemido dolorido de la muchacha, hacía que un trozo de él se descompusiera y desapareciera. Y aunque una parte muy ácida de él le decía que ya debería estar acostumbrado, sentía como si todo aquello fuera a arrancarle las tripas. ¿Cómo era posible que después de todo lo que había vivido siguiera sintiendo con tanta fuerza? A veces se sorprendía a sí mismo... y no siempre para bien.

El camino que escogió para huir de Campamento era el mismo que había cogido cuando huyó la primera vez: una carretera vieja y destartalada, que llevaba a lo que antiguamente eran unas piscinas públicas. Ahora lo único que quedaba allí eran escombros y hiedra mezclados con agua pestilente y estancada. Aún así, a pesar de lo desangelado del lugar, suponía para David un refugio seguro y aislado, donde podría proteger a Fabla hasta que despertara.

Cuando llegó al viejo complejo, una larga hora después, su cuerpo ya había empezado a quejarse del esfuerzo masivo de las últimas horas: temblores violentos, náuseas y un sudor frío y dañino que le debilitaba por momentos. Aún con todo, David fue capaz de cargar a la muchacha hasta el piso de abajo, donde estaba el viejo gimnasio, y allí cayó de rodillas y gimió, dolorido. El efecto de la droga que había creado para esos momentos empezaba a remitir, dejando su cuerpo a merced de todas las heridas que él mismo se había provocado.

La primera oleada de dolor se inició en el gemelo izquierdo, allí donde se había abierto el último corte. Sintió la carne latir, estremecerse y exudar las plaquetas que tratarían, sin éxito, de cerrar la herida. Después sintió otro latigazo igual de severo, que le hizo gemir y doblarse en dos, en el antebrazo. El dolor que sintió allí fue incluso peor, porque la herida llevaba días abierta y con el trote que suponía su actual vida, se había infectado y ahora supuraba. Incluso podía notar la calidez de la fiebre trepando a lo largo del brazo, con una lentitud inexorable y dolorosa, pero que dadas sus circunstancias podía ser letal.

Agotado y malherido, David se dejó caer sobre una de las viejas colchonetas que habían quedado olvidadas en aquel rincón. El dolor se volvió casi insoportable, y segundo a segundo, todo lo que le rodeaba empezó a difuminarse. Aun así, aún tuvo la fuerza y la fortaleza de levantar la cabeza y comprobar que Fabla seguía allí, desmayada y tan desmadejada como él. Al menos, pensó, mientras la negrura le abordaba, allí podría morir tranquila, si es que era eso lo que el destino le deparaba.

Para cuando despertó, horas más tarde, el dolor insufrible que había ido sorteando durante las últimas horas se había convertido en parte de él. Incluso abrir los ojos, que era una acción sencilla, supuso un sufrimiento tan voraz que, durante un momento, temió no poder levantarse. Cuando consiguió enfocar la vista, comprobó que todo seguía igual que horas, o días, antes. Lo cierto es que ignoraba cuánto tiempo podría haber pasado desde su incursión a Campamento.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora