Capítulo III, parte I

18 7 0
                                    


El aire invernal se coló bajo la ropa de Nadia. Ella se estremeció con fuerza, apretó el paso para entrar en calor y continuó bordeando el ancho río que tenía frente a ella. Normalmente lo cruzaría por alguno de los puentes que hubiera en su curso, pero tal y como estaban las cosas en los últimos tiempos prefería dar un rodeo y alejarse de las zonas conflictivas.

La pequeña ciudad abandonada que había dejado atrás ya no se veía en el horizonte, aunque forzara la vista. Habían pasado ya tres días desde su marcha, tres días en los que había vuelto a reencontrarse con la ya conocida soledad. Para muchos, pensó, distraídamente, mientras contemplaba el sinuoso correr del agua, la soledad era algo horrible y despiadado, que atraía a las sombras que propiciaban que el ser humano dejara de serlo: Desesperación, Olvido y Agonía. Sin embargo... para ella la soledad era una mera compañera, una silenciosa compañera que le permitía reflexionar y guiar sus pasos mientras viajaba.

Así había sido durante mucho tiempo, desde que su madre muriera, y aunque las cosas no siempre habían sido fáciles ni suaves, seguía viva... que era mucho más de lo que otros podrían decir.

El camino hacia Campamento discurría por las viejas carreteras inglesas. Las autopistas abandonadas eran una guía inestimable, porque era la manera más rápida de ubicarse y guiarse. Sin embargo... no todo eran ventajas. Al ser un lugar medianamente concurrido y usado cabía la posibilidad de que estuviera bajo el mando del nuevo gobierno o, por contra, de los rapiñadores, lo que suponía una fuente enorme de conflictos. Precisamente por eso, Nadia obvió el enorme puente que se alzaba a unos metros de ella y se internó entre los altos juncos que crecían en la ribera del río. Después se alejó aún más, hasta que la distancia entre la civilización y ella se hizo notable, hasta que el follaje boscoso de aquella zona la engulló con suavidad.

Solo entonces respiró tranquila.

Aún no sabía por qué se dirigía hacia Campamento. En sus años de viajes había oído un sinfín de cosas acerca de la ciudad de los hornos, y no todas eran precisamente buenas. Si bien era cierto que era el lugar más seguro de la zona, no las tenía todas consigo, pues también sabía que ella nunca llegaría a entrar y que si lo intentaba por la fuerza sería, posiblemente, lo último que hiciera.

Y sin embargo, sus pasos se dirigían inexorablemente hacia allí. Quizá porque su sueño se había vuelto real. Quizá porque no quería asumir que se había vuelto loca y que tenía alucinaciones. Si realmente existía un David en Campamento ella lo encontraría, aunque solo fuera por tener una meta en la vida aparte de la de sobrevivir. Además, pensó, resignada, no tenía otro lugar al que ir. ¿Qué más daba si dirigía sus pasos hacia allí? Al menos tendría un objetivo durante el viaje, que siempre servía para hacer que las jornadas fueran más amenas.

Lo importante era que fuera a donde fuera no podía caer en el desánimo y la rutina o todo por lo que había luchado se desvanecería como si de una voluta de humo se tratara. ¿Era eso acaso lo que quería? ¿Terminar con todo y dejarse morir?

Nadia se estremeció con fuerza ante esa posibilidad. Ella no era una cobarde y sus padres no la habían educado para lo que fuera. Aunque la vida que le había tocado vivir no era la mejor, apreciaba cada segundo de vida, cada momento de crecimiento y cada pequeño placer que aquella existencia le brindaba. Eran pocos los que pensaban como ella, lo sabía, pero ansiaba encontrarlos y refugiarse en la calidez de sus historias, de sus leyendas, de esas palabras compartidas que le devolvían las ganas de seguir adelante.

Quizá solo quería vivir por eso.

Una oleada de frío especialmente intensa la hizo temblar con fuerza. Se ajustó como pudo el abrigo y metió las manos en sus raídos bolsillos, pero el frío era tal que sintió su mordisco en la yema de los dedos y en sus delgados nudillos. El vaho que surgió de su garganta al respirar pronto se volatilizó, dejándola acompañada solo por el suave crujir de la hojarasca y por el lejano rumor del río.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora