Capítulo IV, parte I

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El lugar en el que Búho vivía era, sin lugar a dudas, un lugar que nadie en su sano juicio querría visitar. El templo en el que había sido confinado hacía tantos años estaba inmerso en la nada, rodeado por la nada y custodiado por ella misma. Ni siquiera era un lugar físico, porque allí donde estaba nada lo era, ni siquiera él mismo.

Poco a poco, Búho perdía su esencia. Se deshacía en aquella cruel inmensidad, en aquel crudo destierro del que había sido víctima y del que, actualmente, no podía escapar.

Pero no desesperaba, pues él mismo no se lo permitía. ¿Qué clase de sentimiento sería si cedía con tanta facilidad al influjo de otros?

Él era el Búho. El vigilante. El soñador. La ilusión. La esperanza. La paciencia. La belleza. El amor.

Ahora él lo era todo, con toda la responsabilidad que eso conllevaba y con el peso que eso suponía para sus hombros. Él era la única esperanza para aquel mundo a punto de morir.

Una oleada de aire, gélida y despiadada, golpeó su cuerpo y le hizo temblar. Las pequeñas piedras del camino que rodeaban el templo rodaron hacia él, provocando un eco estruendoso que resonó entre las paredes grisáceas de su celda y que rompieron el crudo silencio que siempre predominaba en aquel lugar.

Sin embargo, al margen del frío, Búho no sintió nada más. Sus ojos bicolores estaban completamente pendientes de la superficie incólume de un espejo sin forma definida, que oscilaba suavemente sobre una de las paredes rocosas. En su reflejo se veía una imagen que no concordaba con la realidad, pues no era Búho quien aparecía en ella, sino Nadia.

Llevaba observándola desde que la abandonó la noche anterior en el bosque. Le había costado más de lo que había supuesto en un principio, pero había conseguido marcharse antes de que cometer una locura. Pero ahora la locura lo consumía a él, poco a poco... y seguiría haciéndolo conforme sus hermanos continuaran pululando por la tierra. Y cuando eso ocurriera... el mundo tal y como existía hasta ese momento, desaparecería por completo.

Era algo que no podía permitir. Muchos otros habían muerto por conseguir el equilibrio perfecto, y ahora que solo quedaba él, debía luchar por mantenerlo. Era su única misión, su cometido en aquella época.

Búho suspiró profundamente mientras contemplaba la imagen en movimiento de la joven. Nadia le había salvado del olvido, pues su fe en un mundo mejor le había otorgado la fuerza necesaria para seguir luchando. Ella era su adalid... su guerrera.

Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no sentía tan apegado a alguien. Ignoraba si era porque ella era una de las pocas soñadoras que quedaban o si era por algo mucho más profundo e indescifrable. Fuera lo que fuera, la necesidad de protegerla era casi dolorosa, como si su corazón se detuviera cada vez que ella respiraba.

Era agotador. Y desquiciante. Pero a la vez, terriblemente reconfortante e inspirador.

Dejó que el aire que había cogido se perdiera de nuevo en la nada y después, respiró con normalidad. Había sido testigo del encuentro de Nadia con Xava, y aunque al principio había temido que la mujer fuera una carroñera, bastó una sola mirada para reconocerla.

Aun así, fue incapaz de dejar el espejo. Daba igual el frío que tuviera o las escasas fuerzas que le quedaban. Nada importaba más que ella. Solo Nadia... y lo que viviera a lo largo de su viaje, pues serían esas circunstancias las que determinarían si el mundo sobreviviría...o no.

Pero por el momento, él no podía hacer más. Sí, era cierto que ansiaba caminar a su lado otra vez, pero no tenía tantas fuerzas como para proyectarse una vez más... al menos, no tan pronto. Debía esperar allí, encerrado en aquellas cuatro siniestras paredes, para que todo su ser volviera a la normalidad y no amenazara con sucumbir al influjo de sus hermanos. Pero a veces era tan difícil... tanto como respirar, o como no hacerlo. Cada día se hacían más fuertes, más inamovibles... más corpóreos. Menos como él y más cómo debería haber sido.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora