Capítulo X, parte II

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La noche sorprendió a Nadia en mitad de la carretera que iba en dirección a Campamento. Durante todo el día había estado apurando el paso, intentando dejar atrás aquel lugar sombrío y con olor a abandono. No se atrevió a abandonar el asfalto por miedo a perderse, pero sí que escogió cuidadosamente el lugar donde pasaría las horas nocturnas. Su refugio fue, como no podía ser de otro modo, un vehículo abandonado a un lado de la carretera, inmerso en el mar verde de la vegetación. Ignoraba el motivo por el cual este no estaba junto a los demás, firmemente encajado en una larga fila de apariencia infinita, pero agradecía que fuera así porque la ayudaba a no pensar en la desgracia de aquellos que ya no estaban allí.

Nadia suspiró y se acomodó en la parte de atrás del coche, de un bonito color naranja. Los asientos seguían siendo suaves y desprendían un olor dulce e irreconocible, que la joven achacó a un viejo ambientador que aún colgaba del espejo roto.

La noche era tranquila, como tranquila estaba ella. Lejos de preocuparse por la desaparición de Búho, se permitió, por primera vez desde que le conociera, pensar en sí misma.

Había llegado a la conclusión de que su viaje, al final, sería completamente diferente a lo que esperaba cuando abandonó el hostal de Quemada. Lo que había comenzado por ser una huida —de sus recuerdos, de sus amigos, de todo lo que podía dañarla—, se había convertido, paulatinamente, en una búsqueda.

¿Y qué podía buscar en un mundo en el que, aparentemente, no había nada?

Sonrió y se arrebujó bajo la manta, pensando en lo ciega que había estado durante tantos años de soledad autoimpuesta. Porque a pesar de todo, sí había algo impregnado en la tierra, algo viejo y contundente, como en su día había sido Búho: la motivación, el deseo de no estancarse, de no morir sin más. Se preguntó si todos los que había conocido habían llegado, siquiera, a pensar en ello... porque si de algo estaba segura es de que en aquellos momentos nadie pensaba.

No, no lo hacían.

Actuaban por inercia, por el continuo impulso del día a día, del constante porvenir. Pero no vivían, no, se limitaban a sobrevivir.

Nadia analizó a conciencia el significado de esa palabra. Sobrevivir. Ni siquiera el sonido que conformaban sus sílabas daba buenas esperanzas. Vivir era disfrutar y sobrevivir, tal y como ella lo entendía, era arriesgarse a morir sin haber vivido.

Y sí, hasta hacía poco ella había sobrevivido: amargada, oscura, sin ánimo ni aliento que la impulsara a ver más allá de sus propios y turbios pensamientos. Pero ahora, pensó, mientras bebía de la botella de plástico que había conseguido en la caravana de Xava, se alegraba de haberse alejado de la rutina que había empañado sus pasos. Ahora se sentía mucho más libre, más despierta, más viva... y eso que las circunstancias, al menos las generales, no habían cambiado un ápice: seguía habiendo un mundo destrozado, en un tiempo difuso.

Pero ella no era la misma, y lo sabía. Lo sentía con cada segundo, con cada aspiración de aire y con latido errático del corazón.

Era libre.

Mucho más libre de lo que había sido hasta entonces, aunque cargara en sus hombros con una misión vital y estúpida que se negaba a abandonar.

Con una sonrisa en los labios y el estómago terriblemente vacío, Nadia decidió dejar por el momento el tiempo de reflexión, aunque aún había muchas preguntas que necesitaban una respuesta. Pero dada la situación, pensó, quizá la información no fuera tan importante, sino la manera de enfrentarse a lo que viniera. Por eso mismo bostezó, ahogó el hambre con un poco de agua, y amoldó la ropa sucia y arrugada a modo de almohada.

El silencio de la noche era ahora profundo y acogedor. En la lejanía se escuchaba el canto de los grillos más adelantados y, a veces, era acompañado por el suave zumbido del viento al pasar por las ramas de los árboles. La melodía que regaba los oídos de la joven era cómodo, pero no estaba exento de peligros. Fuera, entre la maleza y las altas hierbas, había animales: muchos animales. Con la casi extinción del ser humano la fauna había aumentando considerablemente, pero no por ello consideraban al humano una criatura pacífica. Al parecer, tantos siglos torturando y sacrificando tantas generaciones de animales habían instaurado en su instinto un odio acérrimo hacia los seres pensantes.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora