Capítulo VII, parte II

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David se estremeció de frío, pero no se movió de donde estaba. Frente a él se veía la cuenca vacía y enorme que había dejado el lago al secarse, tiempo atrás. Y aunque las temperaturas de los últimos días habían sido frías y algo húmedas, no se apreciaba en absoluto en ninguna parte del terreno. Por el contrario... aquel lugar parecía existir ajeno al tiempo y al espacio, porque, literalmente, no había vida ni ápice de ella.

Incómodo, se frotó los brazos y luchó contra el dolor de las infecciones que empezaban a propagarse por su cuerpo. Tenía fiebre —muy alta— y estaba tan cansado que supuso que, en algún momento de aquella noche, deliraría. Y sabía lo que iba a ver... porque llevaba años teniendo las mismas pesadillas: Víctor y su muerte. La visión que le transformaba en un consumido. La posibilidad de vengarse... rota.

Se detuvo al llegar a ese pensamiento. Venganza... La venganza era, como le había dicho a Fabla, lo que verdaderamente le movía. Era el impulso que le hacía seguir andando, costara lo que costara y sufriera lo que sufriera: necesitaba vengarse de todos aquellos que habían mutilado el mundo y las esperanzas que él mismo había puesto él. Ni siquiera quería terminar con los asesinos de Víctor... porque sabía que ese acto solo le reportaría un placer pasajero.

En realidad, pensó, mientras perdía la mirada en la hondonada, quería algo mucho más intenso y devastador: quería acabar con Campamento y con lo que ello significaba. Quería terminar con las mentiras, con los abusos, con las vidas de aquellos que habían manejado los hilos y que habían hecho que su mundo —metafóricamente hablando— se corrompiera tantísimo.

Y después... si sobrevivía al caos y a la barbarie que pensaba provocar, se marcharía e iría a buscar a Bianca. Y quizá, solo quizá, cuando cumpliera con todos aquellos deseos que le corroían el alma, se permitiría el lujo de empezar de cero. Lejos de allí... hasta que el virus lo encontrara y lo consumiera.

—¿Pensando en cómo entrar en Campamento?

La voz de Ender interrumpió bruscamente sus pensamientos. Se giró con rapidez hacia él y cuando lo hizo, gimió y cerró los ojos. El dolor era intenso y el mareo que le provocaba la fiebre era aún peor.

—Déjame en paz —murmuró—. No pienso darte ese libro. No tengo ni idea de para qué lo quieres.

—¿Y eso es lo único que te impide dármelo?

Ender sonrió con tranquilidad y desvió la mirada hacia el solitario paisaje que tenía a su alrededor. A él le parecía un lugar hermoso y salvaje, carente de interferencias y de vida... repleto de tranquilidad. Aquel era uno de los motivos menos importantes para vivir allí, pero sí que era cierto que aquella soledad tan peculiar le agradaba en demasía.

—Dijiste que me ayudarías a vengarme —reclamó, aprovechando las últimas fuerzas de su cuerpo—. ¿Cómo vas a hacerlo?

—Lo primero que voy a hacer va a ser curarte —dijo y sonrió de una manera extraña y lobuna que arrancó al gesto un tono siniestro y terrorífico—. Y después hablaremos de qué podemos hacer y de qué no.

—¿Y Fabla? Ella... ya la has visto, es una niña. No puede ayudarnos —añadió el plural a propósito, ya que sabía que él solo no podría tomar Campamento.

—Oh, a ti quizá no. Pero a mi sí. —Su sádica sonrisa se amplió aún más y provocó un estremecimiento de asco en David—. El trato la incluye a ella, por cierto. Me pediste que la curara y eso estoy haciendo... pero no es gratis. Tal y como están las cosas no puedo permitirme ese lujo.

David frunció el ceño a pesar del dolor y lo miró con desagrado. El tono de cinismo que desprendían sus palabras no auguraba nada bueno... pero poco podía hacer en esos momentos para sacar a Fabla de allí. De hecho, pensó, con amargura, había sido él quien la había traído hasta allí, pensando que era buena idea. Ahora, a la vista de los acontecimientos, no estaba tan seguro... Aunque en aquellos momentos no estaba seguro de nada.

El último soñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora