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Nyssara comprendía el concepto de retirada estratégica. Era importante saber cuándo desaparecer de un lugar, sin duda. Pero de la mansión de los Hawth no se había retirado, sino que había tenido que huir; además, de manera torpe. Había tenido que atravesar un ventanal, y además algo se había enganchado en su tobillo y la había hecho trastabillar mientras corría.

Quería haber explorado más el escritorio y haberse llevado más documentos. Tendría que haber podido hacerlo, en circunstancias normales. Debería haber sido entrar y salir. Pero aquella inquisidora estaba ahí, por supuesto. Aquella que no parecía saber nada de lo que había orquestado su madre, pero se las había arreglado para estar en medio de todo.

Nyssara no pensó que fuera a ser tan fácil de encontrar. Con ese nombre, la hija de Vanna Darco podría ser cualquiera, cualquier soldado, guardia o sirvienta con apellido de una torre. Durante el Cónclave le había asaltado la idea de que pudiera ser ella: a todas luces una novata y en Ardid, con ese aspecto que, en retrospectiva, podía asemejarse quizá al de la Suma Inquisidora. Pero fue aquella reacción, aquel miedo que nació en su rostro, el que lo confirmó todo.

Y Nyssara pensó que tan solo días atrás le había puesto un cuchillo en el cuello y podría habérselo clavado sin piedad, a la heredera de esa mujer que había provocado tanto dolor a su familia; pero había estado ocupada admirando la línea de su mandíbula y la longitud de sus pestañas.

Una parte de ella deseaba haberlo hecho, solo por lo que significaba. La otra reconoció el momento de la retirada.

–Lo siento, pero eso es algo que no os puedo decir –dijo una voz que Nyssara no reconocía–. No sin garantía que no habrá un atentado contra la vida de una inocente. Respeto y creo la palabra de Matir Arlentia, pero no es suficiente para garantizar el comportamiento de todos los clanes de la luna y el sol.

–Si no lo dices tú, unerisana, me encargaré yo misma de averiguarlo–respondió Aracne Umbra, molesta–. Ya tengo su nombre. No me costará mucho.

Nyssara estaba todavía dándole vueltas a su encontronazo con la inquisidora y le costó procesar a quién pertenecía esa voz. Se quedó paralizada en la entrada del taller, y ninguna de las presentes pareció echarle cuenta. Nyssara parpadeó varias veces para asegurarse de que lo que veía era real.

Sabía que su madre había conseguido una informante en el cuartel general de la Orden, pero no que era alguien de tan arriba dentro de la jerarquía.

–Hacerlo solo servirá para que los Sumos Inquisidores consigan lo que quieren –insistió Alexandria Felisse, a la que llamaban Espada de Sal y Piedra, apoyada en su bastón–. Es lo que estoy diciendo, os han provocado y han soltado esta información para que reaccionéis. Si picáis el anzuelo, se acabó.

–Es un plan de contención, inquisidora –informó Aracne.

Nyssara había visto antes a la Alta Inquisidora Felisse, porque su madre se reunía con ella en sus viajes habituales a Ardid, pero nunca de tan cerca. No esperaba encontrársela ahí, reunida con las mujeres de su familia, hablando de los planes de sus superiores con tal convicción.

–El problema es que no sabemos hasta qué punto fiarnos de ti, demonio de Keel –incidió su tía Silena, con el gesto torcido. El sudor le brillaba todavía en la nuca, había estado entrenando hacía poco.

Aracne profirió un ruido dubitativo, con la atención volcada en aquella caja cableada en la que llevaba días trabajando. Ahora tallaba símbolos en el metal.

–Sé lo que estoy diciendo porque he formado parte de esto –relató la Alta Inquisidora de Ardid– He seguido las órdenes de Vanna Darco y he pagado a hombres para que atacaran a las vuestras desde hace semanas.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora