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Nyssara supo, desde su estado de seminconsciencia, que no había muerto. Ninguna diosa había tomado su alma de su cuerpo, ni había ascendido hasta el firmamento para iluminar las noches al servicio eterno de la luna. No iba a reunirse con su madre, ni con sus abuelos o sus tías. Lo supo por la falta de frío y paz. No había muerto, porque si estuviera muerta no sentiría ese dolor ardiente en el costado que la perforaba sin piedad cada vez que intentaba respirar.

Abrió los ojos despacio, terminando de despertarse, y se encontró con un techo gris resquebrajado. Bajó la vista hasta encontrar unas sábanas cubiertas de sangre seca y oscura, dispuestas para cubrir su torso desnudo y el vendaje áspero que le rodeaba el abdomen. Sentía los brazos entumecidos por encima de la cabeza. Siguió analizando la habitación con la vista. Paredes de madera con lámparas encendidas, un aparador con un pequeño espejo encima, una silla. Y sobre ella, una figura sentada con la cara enterrada en las manos, mirando al suelo.

Nyssara quiso incorporarse, pero se lo impidió una fuerte punzada entre las costillas. Un gemido de dolor se le escapó de la garganta y la inquisidora salió del trance en el que parecía sumida.

–No te muevas –la advirtió, levantando un poco el cuello–. Si intentas algo, te mataré.

Nyssara comenzó a mover los dedos de las manos, y el hormigueo en los antebrazos se intensificó y se convirtió en miles de agujas en la piel. Estaba atada por las muñecas a los barrotes del cabecero de la cama. Respirar dolía, estaba agotada por la pérdida de sangre y sus brazos eran completamente inútiles. Todas las sombras de la sala estaban a su merced, pero incluso su magia estaba mermada después de haber exprimido toda para escapar de Aracne. Necesitaba un baño lunar y a una sanadora.

Necesitaba mucho más que eso, en realidad.

Que su madre estuviera viva, que su tía no hubiera intentado matarla, que todo hubiera sido una pesadilla y fuese a despertarse en su habitación en Massir capital con las primeras luces de la primavera.

Pero estaba en alguna parte de Ardid frente a la hija de Vanna Darco y todo era real.

Sarai Darco se retiró el cabello del rostro. Los mechones negros se escapaban de su recogido, enmarcándole la mandíbula. Tenía la camisa manchada de sangre por todas partes. Se miraba las botas otra vez, como si fueran lo más importante de aquella habitación, como si fuera imposible cargar con el peso de su propia cabeza sobre los hombros.

–Pareces cansada, inquisidora –observó Nyssara. Quizá aquella no era la palabra más adecuada para describirlo. Parecía que estaba pasando por su propia pesadilla.

Sarai Darco suspiró, se frotó los ojos y gruñó para sí, y luego se levantó.

–Voy a buscarte algo para el dolor –dijo.

Nyssara la siguió por la habitación con la vista hasta que desapareció por el umbral. Miró al techo de nuevo, a solas con el entumecimiento y el dolor un rato, hasta que los pasos pesados sobre la madera anunciaron su regreso. Se sentó al borde de la cama.

–Bebe –ordenó.

Nyssara alzo una ceja desde su posición horizontal y la inquisidora dudó un momento, incómoda. Luego le puso la mano en la nuca, levantándole la cabeza suavemente, y le acercó el borde de la taza a los labios. Nyssara se tragó aquella infusión caliente y amarga y fue consciente de que estaba sedienta por primera vez desde que abrió los ojos.

–Sería más fácil si me desataras –comentó, observando aquella expresión indescifrable de la inquisidora, a caballo entre la confusión, la timidez y el cansancio.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora