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Las nubes de polvo, el calor del sol de la mañana, el sudor y las respiraciones entrecortadas eran el territorio de Sarai. Eran el lugar donde estaba cómoda, donde sabía que tenía poder, donde sabía que podía ganar. Cuando sujetaba una empuñadura sabía que nadie iba a molestarla más, que cuando el otro estuviera en el suelo no se atrevería a decir una sola palabra en su contra. Que una vez acabado aquello, acabaría todo; al menos, por un tiempo. Que el castigo disciplinario valdría la pena si eso significaba una semana de tranquilidad.

Esta vez no había nada en juego, ni nadie a quien demostrar nada, ningún castigo ni recompensa, pero era la primera vez que no se sentía del todo cómoda en el patio de entrenamiento.

Hacían cinco días desde que llegó a la capital, una semana de la desaparición del inquisidor conocido como Graham Jaguar. Mientras que la Orden negociaba con el Cuerpo de Defensa para atrapar al grupo de brujas de la noche que habían tratado de asesinar a Jeremy Goodwill, su trabajo parecía haberse quedado estancado. Y mientras no hacían nada, habían desaparecido dos unerisanos más, también veteranos de guerra.

Aquella mañana Stoleas le había propuesto que entrenaran un poco y ella había aceptado la propuesta con gusto, puesto que estaba deseando saber de qué material estaba hecho su compañero. Además, había confiado en que la ayudara a despejarse. Después de su primer enfrentamiento con una bruja, tenía claro que no podía ser descuidada. Había sentido el frío de su acero en la garganta. Se le había encogido el corazón al cruzarse con los ojos chispeantes de alguien que sabía que podía matarla. Y no solo eso, sino que alardeaba de ello.

Cada estocada que lanzaba Stoleas le hacía pensar en qué movimientos haría la bruja de la luna en su lugar, y eso la tenía distraída del verdadero duelo que estaba librando. Y, por encima de todo, la enfadaba no poder sacarla de sus pensamientos. Estaba deseando encontrársela de nuevo, borrarle aquel brillo socarrón de los ojos y destapar lo que fuera que estuvieran planeando ella y las suyas.

Stoleas conectaba mandobles como cualquier aspirante a inquisidor con el que Sarai hubiera combatido en Torre Quemada. Era rápido, pero más lento que la bruja de la luna. Perdía en los choques de espadas y terminaba cediendo terreno. Pero, igual que cualquier otro recluta que hubiera conocido, ahí no terminaba su repertorio. La distrajo con una doble finta y probó un golpe bajo. Ella reaccionó tarde y se tambaleó hacia atrás.

—Estás distraída, novata —apuntó Stoleas.

Sarai levantó su espada con ambas manos para descargar un mandoble potente y Stoleas aprovechó la apertura para clavarle la planta de su bota en el estómago y obligarla a retroceder. Soltó un bufido satisfecho y preparó su próximo golpe. Sarai bajó la espada y bloqueó su ataque para devolverlo con una curva directa a la corva. La bruja de la luna habría podido esquivarlo. La rodilla de su contrincante cedió, pero este rodó a un lado antes de que pudiera atraparle, jadeando.

—¿En qué estás pensando?

Se levantó y los aceros se encontraron una vez más. Sarai frunció el ceño.

—En nada.

Stoleas salió impulsado hacia atrás por el choque; no había podido tomar una buena postura a tiempo. Sarai presionó con otra estocada, y él le lanzó un puñado de tierra a la cara.

—Ten la cabeza en el presente —indicó—. No soy una bruja.

Ella subió la guardia y se frotó los ojos con el dorso de la mano libre, mascullando en voz baja. Antes de que pudiera hacerla retroceder, embistió a ciegas y golpeó un hombro. El mundo empezó a tumbarse a su alrededor y los dos cayeron al suelo del patio. Rodaron y Sarai empujó de nuevo a su compañero hasta quedarse encima. Le bloqueó la cadera con las rodillas y alzó el puño.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora