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El aire del calabozo era frío y opresivo, a pesar del tiempo tan agradable que hacía en el exterior. Debía ser la parte más antigua del edificio; o al menos la más desatendida. La madera parecía vieja y los barrotes de hierro tenían esbozos de óxido en la superficie. La luz entraba por unos ventanucos mucho más pequeños que los de la fachada, que permitían saber a los presos si era de día o de noche.

Sarai hizo lo que le pidieron. Buscó los nombres de los implicados en el incidente con la bruja y luego preguntó a los carceleros por sus celdas y habló con los hombres que aún estaban detenidos. Los dos coincidieron en que había una mujer istena encapuchada en el Hogar del Bardo, la posada donde Jeremy Goodwill jugaba a los dados esa noche y cerca de la que tuvo lugar el incidente.

—Sí. Había una mujer que me pagó por ir tras la bruja —convino el segundo. Era un hombre joven, demasiado como para haber luchado en la guerra, aunque la estancia en las celdas del cuartel le hacía parecer más mayor. Estaba delgado y sin afeitar, y una venda le cubría el brazo derecho. Le habían dicho que era un ladronzuelo—. Y yo no dije que no, ¿sabes? Nunca está mal algo de dinero extra. Lo que no me esperaba era que fuese a atacarnos. Y de repente hacía calor y había fuego por todas partes, y mi capa se prendió... así que saqué mi cuchillo para defenderme, ataqué y un remolino de fuego se me echó encima, y...toda esa noche está un poco borrosa, en realidad.

—¿Borroso? —inquirió ella.

El hombre se tironeó del pelo.

—Me había bebido dos jarras de vino para celebrar un... acuerdo de negocios.

—¿Entonces no recuerda la cara de la mujer que le pagó? Es una bruja de la luna.

—Pues no, la verdad es que no podría describirla. Era más alta que yo, eso seguro. Y tenía los ojos oscuros.

Después de escuchar a ambos salió del calabozo con un gesto de irritación, tratando de ignorar los ruidos y palabras de otros presos aburridos. Aún le quedaba un buen trecho de mañana y Stoleas parecía necesitar más horas de sueño, así que Sarai decidió matar el tiempo. Regresó a su habitación a por ropas de entrenamiento y pisó el patio de entrenamiento por primera vez para su propósito original.

La idea de explorar la ciudad se paseaba por su mente, pero no le resultaba atractiva del todo. No conocía nada de Ardid, y sería demasiado fácil que acabase deambulando por un barrio de brujas. Sarai siempre había esperado que la destinasen a algún cuartel pequeño, no muy lejos de Torre Quemada, donde podría dedicar el tiempo libre a pasear entre casas de madera o cabalgar por la linde de los bosques y los pastos. A veces se había imaginado en alguna de las ciudades más pobladas de Ferye; en Darquis, bajo las órdenes del Sumo Inquisidor Benev, pero no había sido más que una fantasía lejana. Pocos inquisidores trabajaban a sus órdenes directas, y todos tenían buenos apellidos.

Sus botas pisaron la tierra con familiaridad e hizo unos molinetes para acostumbrarse al peso y el equilibrio de la espada roma que había cogido, similares a los del sable que había recibido como propio. Sus magulladuras protestaron un poco. No estaba en Darquis, sino en Ardid, y estaba rodeada de enemigas. Corsarias del sol que se paseaban con ropa de seda por la calle. Criminales de guerra que fabricaban máquinas motorizadas. Brujas de la luna que acechaban en la noche.

—¡Eh! Yo a ti te conozco.

Una voz masculina frenó sus pensamientos, y cuando Sarai levantó la vista de la empuñadura de la espada se encontró con una barbilla mellada por una cicatriz y un nido de cabello rubio y lacio.

—Sarai. La chica de Torre Quemada —señaló el inquisidor Lazarus.

Sarai lo confirmó con un asentimiento. No había pasado tanto tiempo desde que habían compartido una calesa, pero no esperaba que recordara su nombre. Draken solía ser el único inquisidor a parte de Benev que recordaba su nombre, aunque solo fuera para gritarlo antes de castigarla.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora