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Nyssara dejó que sus primas la adelantaran mientras se bajaba la capucha y quitaba el pañuelo, respirando el olor a pólvora, combustible, metal y magia que emanaba el salón de trabajo de su tía. Las luces aún estaban encendidas y se podían escuchar voces en el interior. Se pasó una mano por el cabello, corto y plateado, y resopló por la nariz.

Sus primas se descubrieron el rostro también y el gris se asentó sobre el negro de sus capas y túnicas. El negro era color de las sombras y las ilusiones, el de los secretos y el de la noche. El gris era el de la luna y las estrellas, el del acero frío y las cazadoras de los bosques. Los colores del clan Umbra. Los de Plenilunio.

Nyssara cruzó la puerta con paso rápido y confiado. La emoción de la batalla todavía le hacía cosquillas en el pecho, a pesar de que habían pasado horas. Dentro, su tía trabajaba en algún tipo de artilugio nuevo con la asistencia de su esposo. Había herramientas, piezas y planos esparcidos por dos mesas de trabajo distintas, con anotaciones, runas y dibujos desperdigados alrededor. Nyssara sonrió ante el desorden, tan conocido y familiar.

Su tía agarró un trapo que descansaba en la mesa y se limpió las manos con él al verlas entrar. Luego se lo pasó a su marido y se ajustó las gafas.

—¡Aquí están mis chicas!

Su tía era Aracne Umbra. Cerca de los cincuenta, llevaba el cabello corto y recogido y vestía con elegancia incluso cuando estaba trabajando en su taller. En tiempos de guerra había tenido ojos y oídos en todas partes, y a Nyssara habían contado toda clase de historias sobre sus ingenios y trampas de cuando ella, junto a su madre y sus otras tres tías, formaban el temido Plenilunio. Con la paz había decidido dedicarse a lo segundo, la mecánica y a la invención, y había creado Industrias Umbra con su marido, Azal Crownest.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Azal, apoyando la cadera contra una de las mesas.

Era un hombre alto y delgado, de sonrisa fácil. Llevaba el cabello trenzado a la manera de su clan, uno de los más antiguos de la península. Casi tanto como el de las Umbra, si habían interpretado bien los viejos escritos.

Nyssara se detuvo en el centro de la habitación y aguardó a que contestaran sus primas.

—Nos interrumpieron unos inquisidores —atajó Raveena, la mayor de todas.

Se quitó la capa y se soltó el cabello, una maraña de rizos sobre su nuca. Amarys, dos años menor que su hermana y de la edad de Nyssara, se desabrochó el cinto y dejó su espada junto a la pata de una mesa tras fracasar en la búsqueda de un lugar mejor.

Ella se quedó tal y como estaba, en pie, la mano derecha sobre la empuñadura de una de sus dagas. Los bordes de la runa que llevaba tatuada en el dorso resplandecían débilmente a sus ojos, cargada de energía.

—Se llevaron al hombre antes de que confesara nada —admitió. No le gustó decirlo en voz alta. Además del hormigueo de la pelea y la frustración, un sentimiento extraño se había asentado en su estómago. ¿Había fracasado?—. Lo tienen en su cuartel, bien protegido. Hemos estado vigilando durante horas, pero no ha salido por ninguna parte.

Aracne asintió, subiendo y bajando la cabeza con lentitud. Rescató una herramienta enterrada en papeles e hizo unas florituras con la muñeca.

—Hum. ¿Habéis dicho inquisidores? —preguntó, escudriñando a cada una de ellas con curiosidad. Una media sonrisa maliciosa se formó en su rostro— ¿Os han visto?

—Los enfrentamos. Solo eran dos —relató Raveena. Su postura, igual que la de su padre, expresaba calma, pero la forma en la que curvaba la comisura del labio al hablar denotaba que estaba molesta. Su magia no había sido suficiente para hacer confesar al unerisano.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora