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Aldara Flamir tenía una presencia abrumadora. Tal y como contaban las leyendas de su clan sobre la primera bruja del sol, parecía que el mismísimo astro rey había enviado a su hija a caminar entre mortales, una diosa en un cuerpo de carne y hueso que contenía una fuerza tal capaz de calcinar tierras enteras. Arlentia Umbra sabía que otras personas le atribuían a ella componentes de viejas leyendas también, pero le parecía mucho más adecuado para su prima. Arlentia Umbra estaba hecha para agazaparse y esconderse, para ser un cuchillo en la sombra. Que hablaran de ella parecía impropio. Aldara Flamir, sin embargo, estaba hecha para brillar y dirigir. Era la gobernadora legítima de Firsat. A pesar de las condiciones de su nacimiento, la bruja más poderosa de su generación. Los rumores y el imaginario de leyenda se adherían a ella como una segunda piel.

Aldara y sus ejércitos habían cegado al enemigo para que Plenilunio pudiera moverse entre las sombras. Las Flamir, las Ashlan y muchos otros clanes del sol habían asediado torres y soportado batallas para que las Umbra, Crownest y Darkai pudieran tomar fuertes y castillos a espaldas de la Orden. Al menos, hasta que todo se empezó a torcer.

Cuando Aldara decidió tomar el puesto de comandante del Cuerpo de Defensa, Arlentia quiso disuadirla; conseguir que se retirara y que regresara al asiento que le correspondía en su isla natal. Había perdido un brazo en batalla y los unerisanos le habían quemado y arrancado la piel tatuada para que no pudiera usar magia. Quería ahorrarle el dolor de vivir con ellos en la capital; pero tardó poco en darse cuenta de que aquella era la manera que Aldara tenía de seguir velando por su pueblo. Que quizá el miedo que le profesaban las gentes del este, todo ese velo de leyendas a su alrededor, habían servido para garantizar el cumplimiento del tratado.

-¿Qué es lo que sabes? -por eso Arlentia Umbra no se sorprendió al escuchar esas palabras-. Tu hermana ha empezado a movilizar a sus espías, ¿no?

Arlentia dejó su taza de té sobre la mesa.

-Sí, es cierto. Aunque me temo que yo no se lo he pedido.

La bruja del sol subió una ceja.

-Ha sido mi hija -aclaró Arlentia-. Ella y sus primas decidieron actuar por su cuenta. Cosa que no sucederá de nuevo.

-Algo había llegado a mis oídos sobre un grupo de tres brujas de la luna -confirmó Aldara Flamir, y por su expresión no supo si lo aprobaba o desaprobaba.

-Nyssara se lo ha tomado como una afrenta personal. No sé qué se le pasa por la cabeza... No sé cómo es posible que después de tantos años siguiéndome hasta la capital no sepa el riesgo en el que se está poniendo.

Aldara ladeó la cabeza. Las llamas de la lumbre sacaban destellos dorados a su cabello rojizo.

-Es personal, eso es cierto -concedió.

-Y no es solo mi hija. Aracne... Esperaba algo más inteligente de ella. Hasta las Darkai han enviado una misiva ofreciéndome apoyo, y ayer tuve una conversación parecida con Esthela Crownest -Arlentia notaba el cansancio punzarle las sienes, y el dolor regresaba en forma de agujas a su costado.

Aldara Flamir la miró por encima de su taza.

-Si no fuera por mi posición, hoy estaría aquí para ofreceros asistencia en nombre de todos los clanes de Firsat.

Arlentia Umbra lo sabía. Llevaba ese peso sobre los hombros también. Era la matriarca de las Umbra, y los pocos clanes de la luna que habían sobrevivido a las guerras la reverenciaban. Era la bruja más poderosa de la península, según las voces de sus compatriotas. Una bestia del infierno encarnada, según las de aquellos a quienes había combatido. Agredirla a ella era casi como declararles la guerra a todas las hijas de la noche.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora