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La Sala del Crepúsculo se llenó de sangre aquella noche. Sangre de quienes estuvieron cerca de la explosión, sangre de los inquisidores que acusaron a las brujas de Hastat, sangre de las brujas que acusaron a los unerisanos y de las que defendieron a las suyas.

Aquella columna de fuego solo podían haberla creado las brujas del sol, decían los inquisidores. Y el aire picaba en la garganta, cargado de magia, y los ojos de Vanna Darco encontraron con furia los de Aldara Flamir y los guardias abrieron fuego con una sola palabra. Y entonces se hizo la guerra.

Marlena Sunli fue quien alejó a Nyssara, arrastrándola con un brazo por encima del hombro, mientras ella intentaba orientarse todavía y Sarai Darco seguía en el suelo, pálida como el mármol bajo sus pies.

–¿Estás herida? ¿Nyssara? –preguntaba.

Por suerte, reaccionó a tiempo para alejarlas del rango de aquel infierno que había quemado y despedazado todo a su alcance. Ni siquiera había sido esa su intención. En cuanto se hizo la oscuridad, Nyssara solo se movió para evitar una muerte. Un corte de luz parecía el momento perfecto para clavar un cuchillo en el corazón de la inquisidora y acusar a las Umbra de asesinato. Aquello se alineaba con los temores que Alexandria Felisse había expresado.

No esperaba una columna de fuego que se tragara parte de la sala, una bomba mágica estallando delante de ella. Porque aquella explosión no la había provocado un puñado de pólvora, y Nyssara y cualquiera que tuviera conexión con una Fuente, fuera la que fuera, lo imaginaría. Aquella bomba se clavaba en la nariz y el cielo de la boca como la magia picante y seca de Hastat, y ahora el Cónclave se enfrentaba a Uneris sabiendo que algo había pasado entre sus filas.

Pero a nadie le procupó eso porque las calles se llenaron de inquisidores con rifles y pistolas y la ciudad de Ardid, el territorio que se jactaba de celebrar la convivencia, se convirtió en un campo de batalla. Y estaba claro que uno de los bandos estaba más preparado que el otro para ella.

Su prioridad había sido clara: evacuar. Primero los más jóvenes y aquellos istenos y hastateños que no poseían magia ni estaban en posición de luchar, mientras que Aldara Flamir y Amara Ashlan trataban de contener a la Orden en las calles del distrito suroeste y las brujas de la luna hacían lo mismo en el distrito norte. Ellas también se preparaban para marcharse, llenando coches de Industrias Umbra de suministros y personas, montando en caballo a través de las murallas hacia Massir.

No había más que las Umbra pudieran hacer.

No había más que Nyssara pudiera hacer.

Su tía Aracne iba de un lado a otro, entre callejuelas y callejones, poniéndose de acuerdo con las Crownest, las Ravenlair, las Darkai; mientras que Azal Crownest preparaba su propia retirada. Su prima Amarys había desaparecido con la explosión y el caos posterior, y las Daylaight habían enviado un pájaro para decir que estaba sana y salva. Había otras muchas personas que habían corrido la misma suerte, y quienes no habían tenido tanta.

Nyssara esperaba otro pájaro que nunca llegaría.

Sabía que no podía esperarlo, porque aun colgando de uno de los brazos de Marlena Sunli, entre fuego, disparos y escombros, había podido vislumbrar la realidad.

Un atisbo de cabello gris, una mano sin anillos estirada hacia delante, los jirones de una túnica chamuscada que gritaban que ningún mensaje volvería a traer noticias de ella. No aparecería milagrosamente; no se había escondido, no había se había retirado con las brujas del sol cuando la escaramuza llegó a las calles, no estaba herida y en cama al cuidado de una sanadora.

Arlentia Umbra estaba muerta.

Nyssara ni siquiera había podido verla morir, ni siquiera podría ver su cuerpo de nuevo, enterrarla con los ritos que merecía, decirle adiós una última vez. Pedirle perdón por todo.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora