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Aterrada. La chica estaba aterrada, lo supo nada más poner los ojos en ella. Pálida, ojerosa e inquieta, estaba haciendo un esfuerzo titánico por mantener la compostura en su presencia. Una pose recta, firme y orgullosa que tenía muy bien perfeccionada, debía admitir, y que ahora se tambaleaba tanto que podría derribarla con un soplido. Pero él no estaba ahí para derribarla, sino para brindarle apoyo.

–Siento mucho que hayas tenido que pasar por eso, Sarai. No es culpa tuya –le dijo, con voz dulce y una mano en el hombro.

Los ojos de la joven se iluminaron un poco, aunque seguían llenos de sombras.

Theodus Benev, de joven, había estado interesado en la crianza de animales. Su padre se dedicaba a la ganadería y le enseñó muchas cosas, cosas que pensó que nunca utilizaría cuando entrara en la Orden. Adiestrar perros pastores era una de ellas. Para adiestrar bien a un perro había había que ser firme, había que ser cariñoso; en definitiva, había que dominar la técnica del palo y la zanahoria y saber cuándo y cómo utilizar cada una. Un perro joven era moldeable y aprendía deprisa, y se le podía enseñar a hacer casi cualquier cosa con la cantidad justa de estímulo. A un perro mayor se le podían enseñar pocos trucos nuevos, pero aun así era posible manejarlo si lo conocías lo suficiente y le enseñabas a respetarte.

A Sarai Darco la había amaestrado desde que era un cachorro. Los palos se los daba Kraus, que era un chucho rabioso por sí mismo, y él se encargaba de las zanahorias. Siempre las zanahorias.

–Has hecho lo que debías –le dijo, en tono paternal–. Estoy orgulloso de ti.

Aquello nunca se lo había dicho, y tenía la certeza de que era lo que necesitaba escuchar. La chica le miró, descuadrada, pero se afianzó un poco. Hinchó el pecho, subió los hombros. Hizo una reverencia con la cabeza y le dio las gracias. Tan alta, tan joven y tan dócil.

Nunca pensó que fuera a entregarle al escurridizo engendro de su difunda esposa cuando decidió ordenar que se lo asignaran como compañero. Esperaba que lo mantuviera a raya, que no se atreviera a hacer movimientos, quizá recibir algo de información. Haberlo encerrado como desertor y bajo sospecha de conspiración era mucho más de lo que esperaba que aquella joven le consiguiera. Había sido tan idiota como para confiar en ella e intentar contarle todo, pero por supuesto la chica no le creyó. ¿Cómo iba a creer a alguien que conocía desde hace unas semanas, que no era nadie, en lugar de a su Sumo Inquisidor? Claramente la sangre de bruja no hacía bien por su inteligencia.

Ahora, gracias a eso, quizá Benev podría averiguar a qué hijo del sol le debía aquella deshonra.

–Chiquilla –intervino Vanna Darco.

La chica se giró, y la Suma Inquisidora le hizo un gesto para que se acercara, obligándola a separarse de él, interrumpiéndole. Benev se quedó donde estaba, junto a la ventana del despacho, con vistas a la noche despejada.

Vanna Darco era más difícil de controlar que Sarai. Aquella mujer estaba llena de fuerza y temperamento y era más inteligente de lo que Benev había pensado en principio. Sospechó enseguida lo que estaba planeando, en cuanto las primeras voces empezaron a susurrar su apellido en los pasillos del cuartel. Ese mismo día, cuando se reunieron, Vanna Darco le agarró de la capa y pareció dispuesta a rebanarle en cuello y bañar de sangre las alfombras de su propia casa. Pero ningún perro podía morder a Benev si lo tenía bien atado.

–Déjame ver eso –decía, retirándole el cabello suelto a un lado a la chica, y separándole el cuello de la camisa para echar un vistazo al vendaje manchado de su hombro–. ¿Fue ella?

–Sí.

–Las Umbra siempre apuntan al cuello –continuó Darco. Retiró la mirada de Sarai para mirarle a él, su cicatriz visible sobresaliendo de los bordes de la ropa–. No deberías haber tenido que comprobar eso tan joven. No deberías haber tenido que comprobarlo nunca.

Tierra de Fuego y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora